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Buena Vida

A este músico, aún le quedan su voz y una guitarra vieja
En una esquina del bulevar 9 de Octubre, intersección con la calle García Avilés (centro de la urbe porteña), Víctor Rogelio Illescas Valle, un músico no vidente que se gana la vida como cantante callejero, afina su guitarra que aunque gastada con los
Son las 08:30 y en una esquina del bulevar 9 de Octubre, intersección con la calle García Avilés (centro de la urbe porteña), Víctor Rogelio Illescas Valle, un músico no vidente que se gana la vida como cantante callejero, afina su guitarra que aunque gastada con los años, como toda buena amiga ha sabido aguantar al igual que él, los embates del tiempo y el cansancio.
Templadas las cuerdas y preparado el diafragma, este hombre de setenta y seis años de edad empieza a desplegar un enorme repertorio de música ecuatoriana: pasillos, boleros, valses, albazos, yaravíes y sanjuanitos. Se podría decir que se conoce todas (las canciones), porque cualquier petición que le hace algún transeúnte que pase por ahí, Víctor la complace y además, recita los nombres del cantante original, autor y compositor del tema.
En su voz ya se nota el paso del tiempo, pero la técnica y el registro vocal para cantar los mantiene intactos. “Yo no tuve la culpa de quererte, la culpa fue de tus perversos ojos que fascinaron a mi alma enamorada, yo no tuve la culpa linda amada (...)”, repetía al son del pasillo ‘De hinojos’, mientras atentos, su auditorio escuchaba el tema a través de un pequeño parlante en el que había conectado su instrumento y un micrófono plateado, que colgaba de un gancho para ropa puesto en su cuello.
Su trabajo
Este cuencano de nacimiento, cuenta que perdió la vista desde muy pequeño y que es poco o nada lo que recuerda del mundo a color que nosotros conocemos.
Quienes lo escuchan cantar o ejecutar la guitarra, depositan “con gusto” una moneda en el bote de plástico que cuelga de su compañera de madera, que aún quiere sonar junto a él.
Luego de cinco interpretaciones consecutivas, hace una pausa y agradece por la atención, agradece también por la generosidad (ese primer receso lo usa para tomar un respiro y mover un poco los acalambrados dedos).
Dice que de esta actividad viven él y su esposa, con quien está casado desde hace dieciséis años. Explica que una jornada de trabajo le representa quince dólares que “no es mucho, pero es algo”.
Ese dinerito, reunido a lo largo de nueve horas de trabajo (de 09:00 a 18:00), en medio del sofocante calor guayaquileño, llega a diario hasta las manos de su mujer en la ciudad de Jujan, provincia de Los Ríos.
Desde allá sale a las seis de la mañana en un bus que lo lleve hasta la Terminal Terrestre de Guayaquil. Luego, toma otro de servicio urbano que llegue hasta su temporal esquina de trabajo. Asegura que no tiene un sitio fijo para laborar y que se queda en cada lugar hasta que le pidan que se vaya de ahí. Cuando se le pregunta porque no trabaja allá, él responde que “acá (en Guayaquil) se hace más plata”.
Pasados varios minutos de descanso, Víctor se alista para empezar con otro bloque de canciones. Nadie hace una petición, así que busca en su banco de memoria y decide comenzar con “Tú y yo”, tema del inmortal Julio Jaramillo.
Inicia a cantar pero la voz no sale por el parlante, quita las manos de su guitarra y empieza a mover el cable del micrófono hasta que consigue arreglarlo.
Solucionado el problema, coloca sobre los trastes de metal un acorde de ´La menor´ y luego otro de ´Mi mayor´ con sus dedos callosos, azulados de tanto presionar cuerdas en estos más de cuarenta años de vida artística.
“Brilla tu frente cual lumbre (...)” reza la letra del pasillo compuesto por Francisco Paredes Herrera. Víctor la canta, y mágicamente quienes pasan por ahí, se detienen y escuchan: “Si eres el sol sempiterno de mi anhelo, ¿por qué no matas el hielo de este invierno?”.
Es ya medio día y el cuerpo empieza a exigir cosas como comer e ir al baño. La primera de esas necesidades, la suple pidiendo a uno de los tantos amigos que ha hecho en la calle, que le compre “cualquier cosita por ahí”; lo otro es más complicado y para ello, debe encargar un momento sus preciados bienes y caminar, en busca de algún local en donde quieran hacerle el favor de prestarle el servicio higiénico.
Acabado el “receso”, este ´virtuoso´ vuelve al ruedo y mientras alista todo para reiniciar, no pierde oportunidad para de cuando en cuando hablar un poco con quien quiera saber algo de él, aunque al preguntarle de como aprendió a tocar, se limite a decir que en este oficio empezó cuando hace mucho tiempo un instrumento de madera llegó a sus manos y que casi todo lo que sabe, lo aprendió de manera autodidacta.
Dice también que mucho antes de conocer a su consorte, fue un bohemio que recorrió el país con sus melodías y que además escogió esta ciudad por linda, porque aunque no la ve, la siente así.
A mitad de la charla se disculpa porque debe seguir trabajando, necesita reunir algo más de plata porque ya son las cinco de la tarde y falta poco para irse.
“Maestro, tóquese ‘Ambato tierra de flores’” -le pide alguien-; Víctor lo complace. Terminado ese pasacalle, siguen los pasillos Manabí, Flores negras, Sendas distintas y los ´valcesitos´ Fatalidad y Alma mía. Cada composición va acompañada de los arreglos originales de requinto, que ejecuta a la perfección.
Son las seis de la tarde y la jornada acabó. A Víctor le toca emprender el periplo de regreso a Jujan; allá lo espera su amada.
En sus manos se lleva, a más de sus materiales de trabajo, la ganancia del día que espera alcance para la comida y con suerte, también para otras cosas.
En el bus de vuelta, carga también con ilusiones, como la de encontrar a alguien que le regale una guitarra nueva porque la que tiene ya no da para más.
¿Hasta cuándo va a seguir cantando? -le había preguntado alguien en la mañana-, a lo que él respondió: “hasta que Dios me de fuerzas”.