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Diario Extra Ecuador

Buena Vida

El ‘Gran Catalina’: un pequeño circo ambulante

El faquir fluminense Œque reconocen tres generaciones de viajeros.

Wellington Moreira practica con un clavo de acero para su show de faquirismo.

Wellington Moreira practica con un clavo de acero para su show de faquirismo.Extra

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Cuando tenía diecinueve años, Wellington Moreira se descubrió boquiabierto ante un auténtico ‘faquir’ que —frente a una multitud en el Parque Centenario de Guayaquil, en 1986— se introducía clavos y tornillos en la nariz.

Aunque parecía una ilusión, era real: los clavos eran de acero; el hombre, de carne y hueso. Esa imagen fue el inicio de su obsesión por el espectáculo. “Si ese hombre puede hacerlo, ¿por qué yo no?”, se preguntó.

Hoy, con 50 años, Wellington es más conocido como ‘Catalina’. Payaso, showman, vendedor ambulante, faquir, comediante... se hace camino entre las multitudes que van y vienen desde todos los rincones del Ecuador. Es una leyenda urbana: quienes viajan constantemente entre la Perla del Pacífico y Machala, pueden dar fe de haberlo visto (o al menos escuchado hablar de él). Los buses de la cooperativa Rutas Orenses son su escenario y la Terminal Terrestre de Guayaquil, su segundo hogar.

Este dédalo de pasillos atestado de viajeros, oficinas escondidas y ruido de motores, que podría ser un reto desorientador para cualquiera, no lo son para Catalina, un ‘nativo’ de la estación. Va siempre apresurado, como si alguien le esperara en algún lugar al que ya no le queda tiempo para llegar.

En la sala de espera de la cooperativa —parado frente a tres hombres ‘mayores’ que no despegan sus ojos del televisor colocado sobre la puerta que conduce al hangar— da un salto, casi una pirueta. “Les dije que me iban a hacer un reportaje para un periódico”, les grita, como quitándose un peso de encima. Les había estado hablando de esto todo el día y no había planeado una salida creíble por si EXTRA no aparecía aquella tarde para entrevistarlo.

Son las 15:10 y Catalina ya se ha subido a seis buses. Los recorridos son cortos, lo suficiente como para realizar su espectáculo. Aunque no siempre despliega el show completo, hoy, ha tenido la deferencia de hacerlo frente a la cámara.

Wellington dejó su tierra natal, Quevedo (Los Ríos) cuando tenía diez años. Sus padres se divorciaron y él viajó en busca de mejores días a Guayaquil con Inés María, su madre. Por quien velaría incondicionalmente hasta hoy.

Catalina siempre fue un andariego, poco madrugador y medio reacio al trabajo formal. Desde chiquito recorría los parques de la ciudad en busca de alguna distracción. Su forma de ser —siempre risueño y divertido— le ha permitido hacer amigos con facilidad.

Así conoció a Adolfo Mejía y Edward ‘el chichimoco’. Aquel peculiar triunvirato se hacía camino por la urbe inventando formas para ganarse una monedas y con eso poder sostener sus respectivos hogares al final de la jornada.

En la calle, Catalina aprendió que no solo de pan vive el hombre: también se puede vivir de clavos y afilados vidrios.

Luego de aquella mañana, cuando se paró frente a aquel faquir, se lanzó a la tarea de aprender y perfeccionar un arte poco conocido en el país —incluso hasta ahora—.

El faquirismo, según Catalina, se hace por dos razones: pasión y necesidad. Este último sobre todo. Pues no es coincidencia que el término faquir, desde su alcance más primitivo, sugiera ‘pobreza’.

Requiere mucha práctica y desde luego mucha concentración. Pero aun así no basta con eso, “hay que ir de a poco. Con paciencia”, dice Catalina. Al principio practicaba con un cotonete y en más de una ocasión tuvo que recurrir a su hermana, Guadalupe para que le sacara el palillo de algodón atascado en su oído.

Catalina chequea el reloj, solo por costumbre, pues el instinto le es más efectivo. Tantea sus bolsillos y ahí está, todo en sus sitio. Viste un pantalón claro y una camisa azul perfectamente almidonada. Sus zapatos parecen haber sido trabajados con alguna técnica militar para conseguir un efecto espejo.

Todos los días sale de su casa en Las Acacias (sur de Guayaquil), cerca de las 10:00, y desde que pone el primer pie en la terminal, empieza a estrechar manos e intercambiar albures con vendedores y viajeros frecuentes que son “su gallada”.

Es rápido con los chistes y los piropos. Dice que la clave para hacer amigos es “ponerse las dos camisetas”: una para hacer bromas y otra para recibirlas.

Es un hombre de gustos simples. Los fines de semana dedica tiempo a su madre y a sus amigos del barrio. “Me gusta jugar ‘casino’ con los panas”. Dice ser ágil con el control de la baraja. Memoriza las cartas jugadas, lo que le da una ventaja sobre sus ‘oponentes’. Aunque todo es por “camaradería” dice.

Desde el fondo de la sala de espera, un grito casi desvanecido por el cristal blindado de la boletería anuncia que el turno de las 15:30 está por salir a Machala. Una masa de gente que espera el anuncio se levanta y se dirige al hangar donde forma una fila de cuarenta posiciones, mientras Catalina se va metiendo en el personaje.

Han pasado dos décadas desde la primera vez que se subió a un bus. Todos estos años trabajando en la misma cooperativa le han otorgado, por un lado, algunos privilegios, y por el otro, pequeñas responsabilidades. Es él quien se encarga de anunciar a puro pulmón, junto al andén 72, la hora de abordar. Una vez que todos han subido, debe contar a cada uno de los pasajeros para informar al conductor cuántos puestos permanecen vacíos y libres para la reventa en el camino.

Mientras realiza esta tarea, se las arregla para preparar el televisor donde se proyectará la tradicional película y hacer algunos anuncios a los pasajeros.

“¡Eh!”, irrumpe el silencio dentro del bus con su voz algo fatigada pero aún poderosa. “Recuerden señores pasajeros que está prohibido subir cualquier tipo de alimento”.

Un rotundo silencio invade el bus y pone a todos bajo tensión.

“En Naranjal”, continúa Catalina, “les van a entregar una tarrina con arroz, menestra y pollo frito”.

Unos estallan en risas y otros exigen respuestas. Poniendo un poco de atención, se puede escuchar a los adultos explicando a los más pequeños que es una broma.

En este punto, ya a nadie le importa si le tocó ventana o pasillo; si le tocó muy atrás o no alcanzó a ir al baño. Y así, el mulato de aspecto maduro y anatomía compacta se transforma en el anfitrión de quienes han dejado de ser viajeros para convertirse en ‘su público’.

Catalina en la pantalla chica

Participó en la primera temporada de Ecuador Tiene Talento. Tenía pensado presentarse como fonomímico, pero la producción le recomendó intentar algo más novedoso.

Les dijo entonces que haría faquirismo. “Les encantó, no había nadie haciendo un numero de estos”. Debido al cambio de última hora no había preparado un show elaborado. Se lanzó al escenario con sus equipos corto punzantes y lo dejó todo en manos de los jueces. Fue eliminado.

Pero no era su primera vez en televisión. En 1988, viajó a Colombia con ‘el chichimoco’ y Adolfo. Allá tuvo la oportunidad de presentarse en ‘Adán y Eva’, un programa de concursos de Caracol Televisión. Pero como el salvoconducto que otorgaba el país cafetero solo era por quince días, invertía casi todo el tiempo y el dinero en los constantes viajes a la frontera para hacer sellar el pasaporte. Tuvieron que regresar a Ecuador.

A su retorno, conocieron a Óscar Turai Prieto, que había llegado a Guayaquil desde Perú. “Por ahí andábamos vagando, tragando clavos y haciendo chistes”. Cuando Óscar se percató del talento de Catalina, le propuso un viaje a Chiclayo (Perú), para presentarse en el conocido ‘El trampolín de la fama’.

“No nos preocupábamos por nada. Ni dónde comer, ni dónde dormir. Andábamos en la muchachada hasta que nos hicimos de mujer”.

Durante aquel recorrido no mantuvo ningún contacto con su familia. Volvió tres años más viejo y con una bogotana del brazo. “Mi familia estaba aterrada. No podían creer que estuviera vivo”. Cuando Catalina finalmente vio a su madre, se paró frente a ella y antes de poder decir algo, ella le dijo: “A conseguir mujer es que te has ido”.

Hoy, Catalina tiene cincuenta años, tres compromisos caducos y siete hijos. Nunca habla de tristezas aunque eso no quiere decir que no las haya tenido. “Detrás de la sonrisa de un payaso, siempre hay una pena escondida”, dice. Y sonríe.

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