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¡El ‘Conde de Montecristo’ inspiró su venganza!
Este relato está inspirado en hechos reales ocurridos en un país latinoamericano, pero sus personajes son ficticios.
Barrió sus babas con un fino pañuelo de lino, se jaló una fila y lentamente, como la fiera que se relame antes de desmembrar a su víctima, rajó el vestido corto de Linda a punta de machete. La pelada intentó chillar, pero los lacayos del traficante, un viejo verde bañado en montañas de coca, habían anudado medio metro de cinta adhesiva alrededor de su boca.
Linda, una muchachita de 18 años que provocaba tantos suspiros como sueños eróticos imposibles entre los jovenzuelos del barrio, solo pudo emitir un gemido hueco y gutural, como el de una foca apaleada, antes de que el ‘Diablo’ quebrara su virginidad con una salvaje estocada.
Los forcejeos desesperados dieron paso a un llanto impotente cuando el criminal ordenó a sus secuaces que le rebanaran el cuello. Doce días después, el cadáver apareció desnudo y descompuesto entre los matorrales de una quebrada.
Edmundo, un líder vecinal de enfurecido corazón, manos callosas y ojeras ennegrecidas por la pena, presentía que la belleza de su hijita sería más una amenaza que un tesoro. Porque en aquellos callejones infectados de merca adulterada, los indeseables no solían aceptar un ‘no’ por respuesta. Y menos aún de las reinas locales. Por eso abroncaba a Linda para que no luciera minifaldas, escotes sugerentes o maquillaje. Los más inteligentes, o simplemente más cobardes, preferían pasar desapercibidos.
Él, que llevaba varios años plantando cara a la banda del ‘Diablo’, lo sabía mejor que nadie. Pero por mucho que tratara de contenerse, a menudo terminaba exteriorizando su bravura ante el enemigo equivocado. Era incapaz de actuar con la prudencia que tanto reclamaba a su pequeña. Quizás por eso el mafioso deseara aclararle quién mandaba allí.
–¡Acabaré contigo! –le advirtió Edmundo la tarde en que el traficante violó a una adolescente tras su fiesta quinceañera.
–Ten cuidado o serás el próximo que me quiebre –le amenazó el ‘Diablo’ con una despectiva sonrisa.
La muerte de Linda postró a su padre en cama durante seis meses. La culpa devoraba sus entrañas como una de esas bacterias indestructibles que ulceran los estómagos más duros. Ni siquiera los alaridos que profería de madrugada parecían aplacar su angustia.
–¿Por qué, Diosito? Yo siempre creí en la justicia, en el bien al prójimo... –repetía sin descanso.
EL PLAN
Preocupado por su naufragio emocional, el párroco del sector decidió visitarlo. Pero no le regaló palabras de afecto, ‘apapachos’ ni tópicos de velatorio, sino un ejemplar del ‘Conde de Montecristo’ con una breve dedicatoria: “Tú también llevas un Edmundo Dantés dentro”.
El hombre devoró el libro en una noche, encharcado en aguardiente y en todas las lágrimas que había reprimido desde el asesinato de Linda. Y aunque a ratos le costaba seguir el depurado lenguaje de Alexandre Dumas, comenzó a hilvanar su propia venganza al tiempo que navegaba por los enredos de la novela.
A la mañana siguiente, sacó sus ahorros, con los que pretendía sufragar los estudios universitarios de Linda, y compró una cámara de fotos digital, un teleobjetivo, una barba postiza y una peluca. Durante nueve semanas, se escondió detrás de carros y puestos de comida ambulante, de farolas y muros derruidos, para retratar las transacciones de droga que los hombres del ‘Diablo’ llevaban a cabo a plena luz del día, con la complicidad debidamente remunerada de unos cuantos policías ‘chuecos’.
Algunos vecinos, hartos de batallar en balde contra los criminales, cedían a Edmundo sus azoteas, donde podía permanecer cientos de horas para captar el momento de la compraventa. Incluso logró agarrar a tres agentes recibiendo billete de Federico Quiñónez, segundo del jefe.
Pero aún debía cazar al ‘Diablo’. El traficante a menudo se reunía con sus superiores a la sombra del ábside de la iglesia. Creía que así obtendría la protección de Dios para perpetrar sus fechorías. Pero el único que recibió el beneplácito divino fue Edmundo, que con el visto bueno del cura se ocultó tras las vidrieras del templo en busca de lo que el fotógrafo Henri Cartier-Bresson llamó “el instante decisivo”.
El malhechor acudió en un Lexus negro. No se apeó del auto con su maletín repleto de dólares hasta que arribó un Mercedes S500. En su interior viajaba un tipo trajeado, con el rostro marcado por una cicatriz que le atravesaba la frente. Portaba un bolso de lona en las manos. El ‘Diablo’ lo abrió, sacó un ladrillo de coca y frotó sus encías con aquel polvo brillante.
–Bacán, como siempre.
–Pero no la cortes demasiado o tendré problemas con el patrón.
Edmundo, tembloroso, disparó una ráfaga de instantáneas, aunque hubiera dado mil ‘latas’ por una recortada. Creía que en la Policía Nacional difícilmente lo escucharían, de modo que entregó las imágenes al sacerdote, quien había confesado al delincuente más de cincuenta veces.
–Padre, lleve el material al comisario Rolando Hernández. No se fíe de nadie más –le suplicó Edmundo.
–No te preocupes. Y pensar que no puedo revelar lo que esta escoria me cuenta cada semana...
–Usted es un hombre de Dios. Que no le aparte de su camino.
Gracias a las fotografías, Rolando, fiel a su fama de comisario insobornable, inició una investigación secreta con sus tres agentes de máxima confianza. Y el ‘Diablo’ cayó con toda su banda. En total, trece detenidos, dos de ellos uniformados; 58 kilos de farlopa; y treinta armas de fuego requisadas. Por mucho que los narcos trataron de torpedear el proceso, las pruebas del comisario eran irrefutables. El ‘Diablo’ tendría que pasar los próximos dieciséis años entre rejas.
–Edmundo, ya te has vengado. Ahora debes marcharte de acá. Este lugar no es seguro –le sugirió el cura, que jamás reveló al mando cómo ni quién había tomado las gráficas.
–Lo siento, pero no. Prefiero morir antes de que él piense que me ha vencido.
–¿Acaso no te sientes mejor?
–Padre, la venganza aplaca la ira, pero no da la paz. Y todavía me queda algo por hacer.
Dos semanas después, se plantó en la prisión y pidió ver al ‘Diablo’, que aceptó recibirlo algo intrigado. No hubo apretón de manos, tan solo un cortés “buenas tardes” de Edmundo, al que su enemigo respondió con un “¿qué hubo?”.
–Aquí estamos. Tú en el penal, y el barrio libre de malnacidos.
–Admito que tienes hue... Pero algún día regresaré.
–Sí. Y terminaré mi trabajo.
–¿De qué cara... hablas?
–Yo hice las fotos que el fiscal presentó en el juicio –respondió con el mismo tono sarcástico que había empleado el traficante para mofarse de él años atrás.
–¡Perro bastardo! –exclamó el ‘Diablo’ fuera de sí.
–Tranquilo, esto recién empieza.
–¿Cómo?
–Dicen que han internado a unos sicarios con cierto gusto por la dominación.
–¿Y?
–Que ansían conocerte muy a fondo, mi estimado.
Este relato está inspirado en hechos reales ocurridos en un país latinoamericano, pero sus personajes son ficticios.