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¡“Pánico” bajo el cerro!

Gorka Moreno, San Vicente (Manabí)
“Todo” San Vicente se guareció en sus faldas cuando el temblor trajo la alerta de un posible tsunami, después desechada. Pero hoy, los vecinos del barrio 11 de Diciembre temen a la tierra y al mar casi tanto como a las robustas rocas que, tras cada réplica, ruedan por las boscosas lomas de la montaña, bajo la que se asientan sus modestos hogares de caña, ladrillo y tablones.
Desde las escarpadas e irregulares pendientes del cerro, se vislumbra el ‘aniñado’ malecón de Bahía de Caráquez. Ese lugar que, cada mañana, cuando el sol se levanta, miran desde la lejanía para recordar que nacieron y morirán humildes.
El barrio da cabida a 103 familias y unos cien niños, algunos de ellos con problemas de “desnutrición”. Ya no parece un refugio, sino una ratonera. Los nuevos sismos siguen abriendo “grietas” en las alturas y “han cortado” en dos la montaña como si fuera una torta, asegura Carlos Darlán Soledispa.
“Cuando recorrimos el área, nos pareció un punto prioritario para repartir la ayuda”, certifica preocupado Ezequiel Castro, impulsor y coordinador del centro de acopio local.
-¿A qué juegan? -pregunta el reportero de EXTRA a media docena de niñas, que se han concentrado en una campa donde sus mayores instalaron cuatro precarias carpas, con lonas de plástico y estacas, para pasar las noches a la intemperie.
-Conversábamos sobre los tsunamis -responde con naturalidad una chiquilla de diez años.
-No son tsunamis, sino terremotos -le corrige una amiga de sonrisa desbocada.
-¿Y a la montaña le tienen miedo?
-¡Síííí…! -vocean todas al unísono.
A pesar de que las autoridades ecuatorianas descartaron un embate del Pacífico, los vecinos han desarrollado una especie de psicosis colectiva, a la que se suma el desasosiego por la presencia de delincuentes en los alrededores cuando brota la oscuridad. Tal vez por eso otro grupo de chiquillos siga atento las novedades de la catástrofe en un televisor instalado en plena calle.
“El sábado (16 de abril) alguien pasó por aquí y con un altavoz alertó de un tsunami. Así que no terminan de sentirse a salvo abajo, en el cantón”, precisa Ezequiel.
Cuatro chicos de entre nueve y 15 años dejan a un lado su partida de naipes y se suman a la conversación para reclamar “comida, repelente, una pelota y colchonetas”, ya que estos días ‘descansan’ en el piso, “sobre cartones”.
Pronto llegarán los mosquitos, que los atacan sin piedad a partir de las siete. “Hay que tener cuidado con el dengue y otras enfermedades”, apostilla el coordinador del centro de acopio.
Tanto ellos como sus padres creen que la planicie de arena empleada a modo de albergue es más segura que sus hogares. Aunque se asiente en el regazo de la montaña, cuyos rugidos resultan impredecibles.
Saben que el área está calificada como “zona de riesgo”, pero piden la presencia de un equipo de expertos que analice las fisuras de la cima. “El cerro nos está causando pánico. No nos vamos porque las cositas que tenemos pueden cambiar de dueño. Nos estamos quedando a la voluntad de Dios. Si oficialmente nos dijeran que existe un grave peligro, nos marcharíamos. Nuestro mayor temor son los niños”, resalta Lader Obando.
LOS EVACUADOS
Por el momento, solo unas once familias, cuyas casas se asientan sobre las zonas donde se han producido los corrimientos de tierra más voluminosos, han aceptado la propuesta de Ezequiel para, con la colaboración del Ministerio de Agricultura, Ganadería, Acuacultura y Pesca (Magap), mudarse a los albergues levantados en la Universidad Estatal del Sur de Manabí y el estadio municipal.
Mariana Alvia y su esposo Andrés Candela ascienden a la parte más alta del cerro. Desean comprobar si sus tíos, su prima y los hijos de esta se encuentran bien. Pero las tres chabolas de madera cuarteada en las que residían están vacías y rodeadas de imponentes rocas, cuyo diámetro ronda el metro y medio. Todos se han marchado a los albergues.
La fortuna acompañó a sus parientes, porque los peñascos se detuvieron junto a las endebles paredes. En el momento del temblor, al otro lado de un muro dormía un bebé. “Les dije que se marcharan enseguida. Si cae un aguacero, también puede venirse abajo la tierra”, reconoce inquieta Mariana.
Pero el esposo de su tía se ha cobijado en un cuarto cercano. Desde allí controla si alguien sube a la que fue su morada. Debe custodiar el televisor, los parlantes y los colchones. “El sábado, las piedras se vinieron contra nosotros. No alcanzábamos ni a verlas por el polvo. Fue terrorífico. Pero no me puedo ir”, sostiene resignado.
“Hay que concienciar a la ciudadanía porque existe un plan de evacuación, aunque la gente no conoce hacia dónde debe correr. Todos piensan ‘terremoto, tsunami’. Como ya es zona de riesgo, el Magap les invita a salir si lo desean”, asevera Ezequiel tras conversar con una representante del organismo.
Cuando la luna deje el barrio en silencio, Zoila María Sabando, una de sus fundadoras, volverá a hacer guardia con su hija Karina López para vigilar los alrededores del hogar, emplazado igualmente en el área más vulnerable. Así no dará chance a los criminales. Pero además de proteger sus exiguos dominios, hay algo más que le impide cortar de cuajo sus raíces y buscar suerte en una nueva plaza: aún aguarda esperanzada el regreso de otros dos hijos, a los que no ha localizado desde el día 16.
Incentivar la economía desde el reciclaje
Ezequiel Castro, argentino de 30 años afincado en Ecuador, es uno de los bomberos voluntarios que viajaron a Manabí desde Guayaquil. Pero tras cumplir con su servicio en las primeras horas de la tragedia, decidió asentarse en San Vicente y crear un centro de acopio.
Mientras su esposa gestiona las donaciones de víveres desde Guayaquil, él trata de llevar un poco de alegría a los vecinos.
Confiesa que su mujer, Karla Morales, le ha apoyado para que se quede “por un tiempo indefinido”.
“Estoy superagradecida a este chico. Ha movilizado todo”, subraya Lilia Solórzano, propietaria del solar que cedió gustosa para dar forma al centro. En el terremoto, ella no solo perdió un edificio con tres viviendas, sino que su tío Marcial (de 55 años) murió entre los escombros.
Al menos, su sobrino (de 16) fue rescatado y trasladado de urgencia a Quito, donde lo han sometido a dos operaciones para enmendar sus lesiones en la columna y las piernas. “Es terrible”, resalta entre sollozos.
Desde la base de San Vicente, unos cien voluntarios se esmeran por organizar kits de comida y agua, que reparten entre las parroquias y comunidades más apartadas. En las visitas, también participan grupos de auxiliares sanitarios.
Ahora, Ezequiel piensa ya en el futuro de los lugareños. Por eso, quiere emprender un proyecto de capacitación para incentivar la economía a partir de actividades como el reciclaje, la costura, la construcción provisional con caña guadúa, “hasta que el Gobierno de la República pueda realizar un proceso gradual”. Porque las donaciones “tienen un pico, que es ahora”. Y toca ya preparar “la fase siguiente”.