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Lo botaron de EE.UU. por no ir a Vietnam
Antonio Mehler, de origen judeo-alemán, rechazó combatir en el país asiático y tuvo que dejar Israel por la guerra del Yom Kippur. Hoy es policía metropolitano en Guayaquil y sabe inglés, hebreo y alemán.
Traje azul, botas negras, bigote simétrico y viseras de lentes. Así luce Antonio Mehler de lunes a viernes. Si lo envían a vigilar la esquina de un supermercado en la Caraguay, se para y lanza un mensaje contundente a los vendedores informales, los borrachos y adictos a la coca que invaden las aceras. “Tiene tres opciones: una, se mete al mercado a vender; dos, me acompaña donde está el resto de los oficiales; tres, se queda aquí y espera a que traiga un móvil y me lo lleve con todo”.
Pero el trabajo de este policía metropolitano, de 69 años, no siempre va acompañado de acción. A menudo sustituye el tolete por la escoba cuando le ordenan limpiar el cuartel de la entidad. Y si le toca dar clases de inglés a los aspirantes a uniformados, agarra sus libros y exhibe sus conocimientos, que ya ha compartido con siete promociones. Es uno de los más veteranos del Cuerpo.
Su padre era alemán y judío, pero su familia lo excluyó por casarse con una manabita: su madre. La decisión de Jacobo suponía una afrenta a la tradición, romper la “casta familiar”. Pero él lo tenía claro: adoraba la dulzura de aquella mujer. Jacobo aterrizó en Ecuador huyendo de la Segunda Guerra Mundial, pero murió cuando Antonio tenía 6 años. Y como su progenitora no podía mantenerlo dejó al chiquillo a cargo de su tía paterna, Judith, que había sobrevivido a un campo de concentración nazi y se había mudado a Nueva York tras la contienda.
Ella fue la única que aceptaba al padre y a su hijo. Su tez y su cabello eran tan blancos que parecían un reflector de luz; sus ojos, tan terrosos y profundos como un bosque en pleno otoño. Antonio solo guarda unas pocas fotos de Judith, unas vasijas de porcelana pintadas a mano por ella y el recuerdo de quien hizo las veces de madre, a pesar del sufrimiento que cargó siempre consigo.
Antonio pudo ir a la guerra de Vietman cuando obtuvo una beca para estudiar en el Manhattan Community College. Pero en 1968, con apenas veinte años, “ver cómo los soldados regresaban en fundas y sin brazos o piernas era impactante”. En aquel entonces, él quería disfrutar de su juventud.
Las autoridades ‘gringas’ le dieron tres alternativas: permanecer tres años entre rejas, combatir o “largarse” del país. Él escogió la tercera. Hoy se arrepiente de no haber luchado en el frente. “Habría sobrevivido. Soy un diablo. Ahora tendría 3.000 dólares mensuales a vaca”, resalta sin titubear. Sabe que podría ser el ‘guayaco’ que resistió en el infierno asiático...
Entonces pensó en buscar y conocer sus raíces judías, de modo que emprendió un viaje a Israel. Su apellido judío le salvó porque en el consulado le dieron todas las facilidades para cruzar el continente.
Vida y guerra
A cambio de comida y estadía vivió tres años como voluntario en varios ‘kibutz’ —explotaciones agrarias, que se gestionaban de forma colectiva bajo los principios del sionismo y del espíritu cooperativista— donde le enseñaron la lengua de sus antepasados: el hebreo.
Allí aprendió primeros auxilios y a cosechar melones y naranjas. Pero, además, aprovechó para visitar con su mochila Tel Aviv, Jerusalén y Puerto de Eilat, y recibió entrenamiento paramilitar. Su genio se endureció hasta el punto de que, en el cuartel, sus compañeros lo conocen como el Señor de los Iracundos, y no precisamente por el grupo musical uruguayo.
Pero en 1973, otra guerra se cruzó en su camino: la del Yom Kippur. Los egipcios y los sirios, que ansiaban recuperar los territorios que les habían sido arrebatados, aprovecharon el día de la festividad judía más importante para atacar. Durante el conflicto bélico, “el Gobierno determinó que no podía seguir manteniendo a extranjeros”. Y Antonio era uno de ellos. Así que, otra vez, tierras extrañas le fueron hostiles. Lo expulsaron a los 24.
De regreso a Ecuador
Su querida tía se había instalado en Quito. Y cansado ya de tantos reveses, Antonio regresó al país donde había nacido. Trabajó durante unos meses en Hansa, una compañía de machetes, hasta que su madre, Berta, lo contactó y le pidió que fuera a visitarla a Guayaquil. No fue un encuentro idílico, pero sí sirvió para recuperar la relación perdida y para que el joven la acompañara en sus últimos días, cuando ella agonizaba por un cáncer de útero.
Para ganarse el pan fue vigilante en camaroneras y enseñaba inglés en la Fundación Huancavilca. Eran los años 90. En una ocasión dictó clases en la Armada. “Puros oficiales para arriba”, enfatiza. Desde entonces, ha capacitado a unas 5.000 personas. Pero además del hebreo y el inglés, de manera casi furtiva aprendió también el alemán. Quizás porque los mayores de su familia, cuando no querían que entendiera una conversación de adultos, solían recurrir a dicha lengua. Y en su sangre siempre corrió la rebeldía.
Hoy vive en el Guasmo sur con Rosa Santos, con quien lleva casado 43 años, y uno de sus tres hijos: Bernardo. David Jonathan, que tenía síndrome de Down, murió hace tres. El otro, José Luis, se ha independizado. Lo suyo con Rosa fue un flechazo. En cuanto la conoció, no le quitó el ojo de encima. “Me la robé”, bromea con una sonrisa redonda.
Mientras espera su jubilación, seguirá plantando cara a quienes consumen droga y alcohol en la vía pública. Aunque ya no tenga la fuerza de antaño, aunque algunos prefieran ignorarlo. Porque siempre guardará su sentencia favorita para quienes lo amenacen o reten: “¿Me quieres matar? Bienvenido al club, coge tique, siéntate y espera tu turno”.