Exclusivo
Actualidad

La paz sabe a calvario
Las misiones de las Naciones Unidas, cuyo objetivo es garantizar la seguridad de países en conflicto, no suelen ser siempre amistosas. Los militares conviven con la muerte y los traiciona el deseo por salvar a los más vulnerables del infierno.
Parecían muñecos diseminados en el piso de una habitación destruida: inertes con miradas perdidas, piel pálida y fría. Eran los cadáveres de 32 niños víctimas de la peor matanza ocurrida en la provincia de Homs, en Siria.
El mayor Daniel Noboa Valencia, observador de las Fuerzas de Paz de las Naciones Unidas, se estrelló aquella mañana de mayo de 2012, con el rostro más infame de la guerra. Esa escena todavía lo persigue y flagela su alma.
Las botas del soldado ecuatoriano pisaron el polvo y los escombros de esta ciudad devastada por los bombardeos del enfrentamiento civil. Llegó con un grupo de cascos azules de diferentes países, asignados para esa misión que fue solo un fulgor de sosiego, porque hasta ahora este país de Medio Oriente continúa desangrándose desde 2011 que inició el conflicto.
Durante su preparación aprendió a enfrentar al enemigo, a hacer respetar los derechos humanos, supervisar el alto al fuego, velar por la armonía en los sitios donde fuera enviado, pero no a eliminar los fantasmas del dolor y la frustración. “No estaba preparado para eso”, dice derrotado.
Pero Noboa, milagreño de 43 años e hincha de Barcelona, empina su ánimo y advierte que si la vida le diera la oportunidad de volver a la fraccionada y herida Siria, lo haría sin dudarlo “porque sé que puedo hacer mucho más por ese pueblo”. Es una deuda pendiente.
Desde 1965, Ecuador participa en las misiones de paz de la ONU. La primera intervención fue en el conflicto entre India y Pakistán, y lo hizo con dos observadores militares en ese año.
La Unidad Escuela Misiones de Paz, donde se forman los cascos azules de nuestro país, cuenta con una población flotante (depende de los cursos que se realicen durante y en el que participan militares y ahora también policías), pero en 14 años han sido capacitados unos 2.200 uniformados, asegura el teniente coronel Galo Lastra, director de la Uempe.
Aunque son antagónicos, los términos paz y guerra están íntimamente relacionados en la misión de un casco azul. Por eso, tanto Noboa como Lastra, citan la frase del exsecretario de la ONU, el sueco Dag Hammarskjold: “La paz no es un trabajo para los soldados, pero solo ellos pueden hacerlo”.
Noboa permaneció tres meses y medio en Siria. Arribó a mediados de mayo y desde ese momento no dejó de convivir con el peligro que se convirtió en una insegura costumbre.
“Todo el tiempo debíamos lanzarnos al suelo, permanecer acostados o buscar una esquina para protegernos al escuchar la artillería, los morteros o el paso de helicópteros y tanques”, rememora Noboa, quien también se desempeña como subdirector de la Unidad Escuela Misiones de Paz.
Y no por llevar el casco celeste de la ONU como sinónimo de paz estuvo protegido, igual sentía temor. Como aquella vez cuando su patrulla fue emboscada a balas y piedras por pobladores de la ciudad costera Latakia. Los echaron porque aseguraban que, debido a la presencia de los soldados de las Naciones Unidas en esa localidad, el gobierno de Bashar al Assad tomaría represalia contra ellos.
Tan cerca y tan lejos
Se acercaba el fin de la misión para Noboa. Fue transferido a la hostil Alepo, donde permaneció atrincherado durante ocho días en el hotel Chahba.
La disposición era no abandonar el edificio por seguridad, ya que al lado quedaba una estación de policía, objetivo de los rebeldes.
Fue una semana de encarnizada batalla entre agentes e insurrectos. Bombazos, gritos y muertos de ambos lados. Noboa y sus compañeros estaban en el centro de la masacre.
Él, junto con otros militares, se alojaba en el piso 18. Una noche bajaron para merendar en el subterráneo, cuando un comandante les pidió que evacuaran inmediatamente. Esperaban solo una orden desde Damasco para abandonar Alepo. Noboa subió hasta su habitación y al abrir la puerta, observó que su cuarto había sido atacado. Proyectiles como dagas perforaron la cabecera de su cama.
Pasó la noche en un lugar seguro del subsuelo hasta la madrugada del día siguiente cuando él y el grupo de cascos azules fueron trasladados a Damasco, donde permanecieron dos semanas hasta que terminó la misión.
—Por un momento pensé que no volvería a Ecuador —dice Noboa con gesto exaltado.
Cinco años después y a 12.582 kilómetros, al mayor Noboa lo envuelve la impotencia cuando sigue el conflicto a través de las noticias. Lo siente suyo. Lo atribula. Su pesadumbre tiene un motivo: sus hijos.
Cada vez que se encontraba con niños sufriendo en las calles, su sensibilidad lo traicionaba y, alguna vez, por su cabeza pasó la loca idea de agarrar a uno y traerlo al Ecuador. Quería salvarlo de aquel infierno.
En sus rostros veía a su familia, por eso buscaba la forma de comunicarse con ellos, pese al bloqueo de redes sociales impuesto por el Gobierno sirio.
—¿Cómo aguantó su estadía ante tanta crueldad?
—La última semana fue muy crítica, lloré una o dos veces, pero traté de ser lo más fuerte, de hacer respetar los derechos humanos y supervisar el alto al fuego —desvela abatido y con una tristeza profunda que presiona su garganta.
—Pero me gustaría volver a Siria para ayudar y con ganas de decir: ‘Basta, paren la guerra por el bien de todos’.
Peligro en Sudán
El teniente coronel Galo Lastra tiene una rara relación con Sudán, uno de los 54 países que conforman África y que hasta 2011 fue el más extenso de este continente cuando se anexó de Sudán del Sur.
Sus dos misiones han sido en esta nación de temperaturas candentes y de furiosas lluvias: la primera, como observador de la ONU de 2005 a 2006; y la segunda de 2013 a 2014, como parte del estado mayor de la misión de cascos azules.
En ambas volvió cobijado bajo la misma sombra de desilusión por las constantes situaciones de riesgo a las que se enfrentan sus pobladores. Salir en busca de alimentos puede resultar una hazaña, debido a la extrema carencia.
—Es muy deprimente, no tienen nada, quizá nunca en su vida han tenido la oportunidad de llevarse a la boca una comida realmente sabrosa. Muchos viven con desesperanza y, pese a eso, algunos sonríen. Eso aprendí a valorar —cuenta Lastra luego de un largo suspiro de resignación.
Su primera Navidad, alejado de sus tres hijos y esposa en Quito, la pasó con observadores militares de 57 países. Ocurrió en 2005. La misión recién iniciaba y debían conocerse e interactuar, así que esta celebración fue el mejor pretexto, aunque los árabes no se unieron porque no está dentro de sus costumbres.
A través del inglés se comunicaron para asar una cabra, el animal más común en Sudán. Consiguieron lechuga y tomate para preparar ensalada. También le agregaron arroz.
A las 21:00 la cena estaba lista. Un militar animó la velada con música a bajo volumen que salía de una grabadora que alguien, por acto de magia, la sacó de quién sabe dónde. A las 22:30, luego de intercambiar buenos deseos, apagaron la luz y se marcharon a dormir.
Pero también tuvo que sortear escollos en las dos misiones, situaciones que lo pusieron de frente con la muerte como cuando la patrulla que comandaba se dirigía hacia un batallón para realizar una tarea de desmovilización, pero llovía tanto que el camino desapareció bajo el agua y suspendió la misión. Al día siguiente, un vehículo con personal sudanés cayó en un campo minado en la misma ruta por donde debían avanzar.
Lastra conoció que en Sudán no existe el Estado de derecho cuando pasó más de ocho horas retenido en un departamento militar por tomar fotografías, algo que es prohibido en ese país, sobre avances que le sorprendieron tras su primera estadía como gasolineras o carreteras.
Asimismo tuvo que controlar su altruismo porque se metió en problemas. Un día enfrentó una lluvia de piedrazos cuando un grupo de muchachos flacos, a quienes había acostumbrado a alimentar con sánduches de atún con un pan árabe seco y sin sabor, se enojaron luego de que no tuvo nada que darles para comer.
A través del contacto con la población -la mayoría pertenecen a la tribu Dinka, conocidos por su extrema escualidez y más de dos metros de estatura- entendió que la muerte es un sinónimo de vida en Sudán.
—A las madres les preguntaba por qué en situaciones tan extremas, procreaban nueve o diez hijos. Ellas respondían con naturalidad que de todos unos tres llegarán a ser adultos, los otros podrán morir por enfermedades, falta de alimentación o por el conflicto.
—Aquí (en Ecuador) perder un hijo es un desastre, para ellos (sudaneses) es algo que tiene que ocurrir, lo toman con otra perspectiva.
—¿En cada niño veía a los suyos?
—Pensaba en ellos. Quería que los de Sudán tuvieran la oportunidad de estar en la situación de mis hijos para que se alimentaran bien, que pudieran estudiar, tener expectativas y esperanzas de vida —Interrumpe el diálogo para parpadear sus ojos vencidos por las lágrimas.
—Pero ellos solo buscan supervivencia. Si ellos se despiertan al día siguiente están felices y contentos. Esa es su vida en medio de la guerra.