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‘Madrugadito’ a camellar en el mercado
Este emblemático centro de acopio está en el corazón de la capital. En él confluyen los más diversos oficios, desde hace más de tres décadas.
El viento sopla en la madrugada en el centro de Quito. Los alrededores del mercado San Roque se ven vacíos y contrastan con el movimiento habitual de la zona durante el día. Sobre la avenida 24 de Mayo se van parqueando algunas camionetas. Junto a ellas, unos cuantos hombres contemplan una fogata hecha de cartones y papeles viejos.
Se acercan al fuego y frotan sus manos para calentarse, sin quitar la atención en los camiones que van llegando. Son las cargas de productos que vienen de todo el país para abastecer a la capital, y los estibadores están allí para hacer su trabajo cotidiano.
Jorge Vega es uno de ellos. El hombre, con franela sobre los hombros, pantalón de tela y zapatos deportivos llega hasta el mercado a las dos de la mañana para ganarse el pan diario, desde hace 25 años.
Jorge vino desde la comunidad de Tigua, en la provincia de Cotopaxi, para buscar otros ingresos. “En la tierrita no se coge la plata seguido, a veces, cada año”, relata mientras pone unos papeles más a la fogata. Él se dedicaba a la agricultura, pero los ingresos no eran suficientes. Entonces decidió aventurarse en la capital.
“Con este trabajo he mantenido a mi mujer y a mis guaguas. No me puedo quejar”, dice tímidamente. Los estibadores esperan por los camiones de frutas y verduras para descargar los bultos en los puestos de venta del mercado, cada viaje cuesta alrededor de 50 centavos y el horario de trabajo puede llegar hasta el mediodía.
La llegada de los víveres
Ya en el interior del mercado hay más bullicio. Las mujeres, en su mayoría, son quienes inspeccionan que los productos sean manipulados con cuidado. “Ahí entran más guangos de cebolla”, dice Martha Terán a sus ayudantes, mientras acomoda los atados de apio sobre una gran mesa de madera.
Martha es comerciante y sus productos le llegan de la Sierra norte desde hace 37 años. “Me dedico a esto desde los ocho años. Aquí tenemos que sacrificarnos mucho”, cuenta, mientras imparte algunas otras instrucciones. Ella es perfeccionista en su trabajo y tiene un nombre que cuidar en el mercado de San Roque.
“Vengo del mercado viejo de San Roque, donde ahora es San Francisco”, comenta. Ella se muestra orgullosa de que sus cuatro hijos han podido educarse gracias a este oficio. “Todos son profesionales, uno es ingeniero y parapentista”, relata.
Al principio ella se dedicaba solo a la venta de habas, pero debido a la competencia tuvo que diversificar las verduras y legumbres que expende. “San Roque se caracteriza por ser mayorista, los otros mercados se abastecen de aquí”, cuenta.
Cerca de allí está Carmelina Quishpe, ella vende choclos desde hace 30 años. Ya no se mueve mucho, pues el frío de las madrugadas quiteñas le han pasado factura a sus rodillas.
“Cuando no esté, mi hija se hará cargo. A ella le gusta trabajar aquí, a pesar de que es enfermera”, manifiesta.
Junto a los bultos de choclos está un pequeño cubículo de madera, esa es la sala de descanso, equipada con cobijas y chales de lana para combatir el intenso frío.
Sin embargo, la venta también ha variado en los últimos años. Según Carmelina, la presencia de los supermercados ha hecho decaer la tradición de ir de compras en las ferias libres y mercados. “Hay veces que se dañan costales de choclos y tenemos que botar o regalar”, expresa la señora que cuida su puesto envuelta en cobijas.
Junto a ella, otra mujer no levanta la cabeza y se concentra en desgranar el maíz y las habas. Las desgranadoras también van muy temprano para continuar con la cadena de producción del centro de abastos.
Prefiere el silencio, solo sus manos se mueven tan rápidamente que no se alcanza a contabilizar cuántas mazorcas por minuto puede desgranar.
Llega el pescado fresco y las frutas de la Costa
Junto a la edificación del mercado San Roque, las luces también se prenden temprano. La dinámica cambia de colores, pues el pescado y diversos mariscos son los protagonistas de este lado del centro de acopio.
Una mujer está sentada junto a la balanza, con libreta en mano anota la clase de pescado, cuántas libras y el precio que debe pagar. Negocia, pide mejorar el producto. “Esos están muy pequeños, necesito unos más grandes”, dice Rebeca Fierro.
Sin embargo, también van llegando los compradores. Todos arropados entran al local y escogen lo que necesitan. “Me gusta venir temprano porque me llevo lo mejor del pescado y el camarón”, cuenta Pablo Olives, propietario de un restaurante de comida costeña en la Mitad del Mundo.
Rebeca hace las cuentas rápidamente, cobra y entrega los cambios sin equivocarse y dice que para cualquier cosa necesita su cafecito con empanada de verde. “Primero coma y luego trabaje, así hasta rinde más”, recomienda y toma un sorbo de café muy caliente.
Cuenta, además, que su fe en Dios le ha hecho prosperar en todos los años que lleva en el mercado. “No me afecta que hayan más locales, hay más gente y para todos hay”, reitera, y entre líneas invita a quienes la escuchan a que vayan al templo, el que queda en el segundo piso de su negocio.
Los coloridos frutos de la Costa ecuatoriana son inconfundibles, los costales de naranjas también están siendo descargados. Aquí, la que lleva el control es Silvia Álvarez, Llegan los primeros usuarios y negocia los precios.
“Bueno le dejo en diez dólares por la madrugada”, le dice a un comprador. La familia de su esposo fue quien la introdujo en este negocio y le gustó. “A mí me gusta trabajar duro”, comenta.
Ella lleva 15 años madrugando a la una de la mañana, con esto sostiene a sus hijos y se ha convertido en una tradición familiar.