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Guayaquil

Don jaiba, es el sabio del Guasmo: Jesús Mantuano se aferra a las patas de este crustáceo

De sus 72 años, más de 30 se ha dedicado junto a su compañero Wilmer Cruz a la pesca de larvas de camarón y otros. Este ‘camello’ le ha permitido educar a sus tres hijos. En un día bueno se mete hasta 30 dólares.

En actividades de pesca, Jesús Mantuano ha aprendido a ser más paciente.
En actividades de pesca, Jesús Mantuano ha aprendido a ser más paciente.Carlos Klinger / EXTRA

Jesús Esteban Montuano enseña las heridas de sus manos como un soldado mostrando una cicatriz de guerra. La primera vez que una jaiba lo mordió fue hace más de 30 años, cuando llegó a Guayaquil y conoció a Wilmer Cruz, su fiel amigo de trabajo y pesca.

-Aquí está la más reciente, dice Montuano, de 72 años. Con delicadeza extiende su extremidad superior y señala el dedo corazón de la mano derecha, donde hay un pequeño corte entre la uña y la carne.

Luego, cuidadosamente, posa sus manos tostadas, de dedos largos y gruesos, sobre su pantalón gris. Frente a él, en una de las ocho canastas donde exhiben las jaibas, dos crustáceos se pelean por subsistir. Cuando solo queda uno, este intenta escapar del pequeño cajón. Montuano observa la escena.

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-Las jaibas se matan entre ellas mismas, comenta mientras resopla. Cuando solo queda una de ellas, esta suele morir al día siguiente de haber sido pescada por la falta de agua.

Sus manos son el testimonio de su vida. Por ellas ha pasado su historia. Desde los ocho años se dedicaba a arrumar guineo y arroz en el campo de Babahoyo, Los Ríos. “Hacíamos de todo para subsistir, pero cuando tenía 26 años y ya tenía a mis tres hijos, además de mi esposa, decidimos mudarnos a Guayaquil”.

Durante los cinco años posteriores a la llegada vivieron en la cooperativa Segundo Ramos, Guasmo Sur. En ese entonces, Montuano salía para lo necesario: buscar con qué llenar la panza. El cambio del campo a la ciudad fue brusco, lo reconoce. Su mayor miedo radicaba en la inseguridad.

Sin embargo, poco tiempo después, encontró un trabajo en el que aún se mantiene: la pesca de jaiba. Allí conoció, hace 30 años, a su inquebrantable amigo Wilmer Cruz.

Cuestión de paciencia

Sentados bajo un parasol azul en el sector de La Playita del Guasmo, Cruz y Montuano se miran de vez en cuando. El día no ha sido bueno. Casi finalizando la tarde, pese a que la pesca fue fructífera, no han vendido una sola jaiba.

“En el campo hacíamos de todo para subsistir. Acá casi no hay fuente de trabajo y por eso nos hemos dedicado a la pesca. Pero si hubiera algo más sería diferente”, dice.

Durante estos años, Montuano se ha dedicado a la pesca de larvas de camarón y, posteriormente, a la captura de jaibas. “Dediqué mi vida entera para que mis tres hijos sean muchachos de bien y me agradecen tanto”.

Pero su memoria, en ocasiones, se vuelve difusa. Pese a que recuerda con claridad a su amigo, el tiempo que lleva en la ciudad y desde hace cuánto se dedica a pescar con Cruz, no puede rememorar con certeza la edad de sus hijos.

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Su mano izquierda, entre tanto, mueve lentamente un billete de 10 dólares. La mayor enseñanza que le ha dejado la pesca ha sido la paciencia. “A veces se coge (jaiba), otras veces no. A veces solo sacamos lo de la gasolina, otras veces sobra. Si uno sale al río depende de Dios. Si te da, te da. Es cuestión de paciencia”.

El precio de estas suele ser entre 1 y 2 dólares, dependiendo del tamaño del animal. “Hay días en los que ganamos 25 o 30 dólares, pero toca sacar los gastos como la carnada, el remolque y así. Generalmente, nos quedan entre 5 y 15 dólares si logramos hacer ventas”, comenta Cruz.

Pero en los días donde no queda dinero, la amistad es lo que los mantiene. “Somos buenos amigos. Nos hemos querido como hermanos. Es lo único que podemos hacer. Tenemos que ser unidos”, finalizó Cruz, luego de mirar durante unos segundos el rostro de su pana, el cual lo ha acompañado durante las últimas tres décadas.