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¡Como en la época de las cavernas!
El periodista conversó con un grupo de seres que viven en las ‘cuevas de cemento’. Ayudó a cocinar y comió de lo preparado. Cada uno contó su historia de vida y lo que pasan.

Ayudando en la ‘cocina’. Preparando nuestro suculento ceviche de mejillones para el almuerzo.
Guayaquil se levanta todos los días respirando como lo que es: una gran ciudad de imponentes edificios y modernas estructuras de hierro y de cemento. En suma, Guayaquil huele y sabe a tiempos modernos.
Pero mientras la urbe y sus millones de habitantes hacen honor a la palabra metrópoli, hay personas que han tomado el rumbo contrario. Tal vez su pobreza las lleva a refugiarse debajo de los puentes como una salida, algo que los convierte —y valga la interpretación y con todo respeto— en verdaderos ‘habitantes de cavernas’ o cavernícolas.
Es la una de la tarde y me apresto a ingresar a un túnel del tiempo. Hoy no hay disfraz, solo un vestuario que no marca diferencias entre el periodista y los habitantes de esas “cuevas de concreto”, convertidas en un refugio. Viven allí por una u otra razón pero, al final, no quieren saber nada de la sociedad.
Los manglares del estero Salado hacen su parte acogiendo a gente que ha decidido hacer casa, por ejemplo, en los árboles. No los veo, pero sé que me observan detrás de esos sitios rústicos hechos de plásticos y ramas de árboles. Exploro el lugar, escucho voces que me salen de todas partes.
-“Delgado, ¿qué haces aquí? ¿Quién te invitó? ¿A qué vienes?”, dice la voz de una mujer que se niega a dar la cara.
-“Si me enfocas mi familia va a saber dónde estoy y no quiero que me encuentren”.
Continúo caminando, tratando de ganarme la confianza, pero cada quien está en lo suyo.
-“Si viniste a convencernos que salgamos de aquí pierdes tu tiempo”, dice uno de ellos.
-“No somos ladrones, no le hemos faltado a nadie”. No se muestran hostiles, pero tampoco amigables, solo tratan de ignorarme.
-“Ojalá que los periodistas no vinieran a hacernos tomas para sus reportajes sin sentir lo que nosotros aquí pasamos. Seguramente ya te pusiste repelente para que no te piquen los mosquitos”.
De pronto veo a dos hombres que están de espaldas como reparando algo. Pensé que se trataba de algún artefacto eléctrico, pero cuando observo de cerca me doy cuenta de que manipulan pipas.
-“¿Qué hacen?”, les pregunté.
Y ellos me respondieron: “¿Qué no ves que le estamos dando mantenimiento? Hay que hacerlo tres veces a la semana para que no se obstruyan y no se escape el humo. ¿Te das cuenta?”, le dice el uno a su compañero, el otro acota: “Mi pana Delgado parece que usted ha venido de sapada, hable serio”. Definitivamente aquí no fui bien recibido.
Avancé entonces al otro tramo de la caverna. Un hombre limpiaba el sitio. “Pase, pase Delgado, tome asiento”, me dice quien se identificó como El Primo. “No tenga cuidado, nadie le va a faltar, aquí somos tranquilos. Tenemos nuestros vicios sí, pero no somos ladrones. En esta parte vivimos tres, mi compañero y una comadre que salió a hacer unas diligencias”.
El lugar luce limpio y dividido en unas especies de cuartos. “Aquí como ve somos aseados, vivimos de forma ordenada”.
Es difícil creer que estas personas hayan preferido dejar todo atrás por un lugar donde no tienen luz eléctrica, carecen de agua potable y donde para comer tienen que cazar animales silvestres.
“Es verdad que algunos cazan iguanas y las preparan fritas o como sancocho”, me dice El Primo, quien me aclara que prefiere armar su lanza de pesca para ingresar al Salado y cazar guanchiches.
“Ya que vino don Delgado, acompáñeme que voy a coger pescado para el almuerzo”. Le sostengo una rama ancha, él la empieza a afilar, a darle forma para su faena.
Prepara también el sitio donde van a cocinar, coloca pedazos de madera y trata de prender fuego rozando entre sí astillas.
De pronto aparece la llama. Son técnicas que las tienen dominadas, donde no necesitan los fósforos. Dos horas después hemos ingresado a las aguas del estero Salado. Para no dañarme la planta de los pies con las piedras puntiagudas ingresé con zapatos, que luego quedarían atrapados en el fango.
El acompañante me enseñó las técnicas de pesca con la lanza. Cuarenta minutos de intentarlo y sin poder lograr el propósito. Me dijo: “Tranquilo que vamos a tener nuestra parrilla. Si no hay pescado, comeremos arroz con ensalada y mejillones”.
Efectivamente, salimos del agua y empezó con un cuchillo a recolectar los que estaban adheridos a la base del puente. Una salsa preparada con cebolla y pimiento que, según cuenta, les regalaron en el mercado va a acompañar el almuerzo. “Haber Delgado siga cortando la cebolla mientras voy a ver el arroz que ya haya reventado”.
“José, aunque no lo creas, aquí comemos mejor que la gente de afuera, pues siempre hay algo que cazar o pescar, el manglar o el Salado nos regala algo”.
A estas alturas ya tengo la confianza para preguntarles si es verdad que algunos de vez en cuando comen zorros. “El zorro sí se come, pero cuando es del campo, los de aquí comen ratones y por eso no los mandamos a la olla”.
Y agrega: Le pregunto si de estas ‘cavernas de cemento’ no los tratan de sacar las autoridades, El Primo me responde: “La Policía nos ha advertido que mientras no nos metamos en problemas nos podemos quedar, por eso no admitimos sujetos que tengan líos con la ley, nuestro único defecto es el vicio”, dice y aclara que el lugar está dividido en dos formas para sus habitantes.
Los llamados ‘penthouses’, que son las viviendas que están en la parte de arriba, y las ‘suites’ que están en la parte de abajo. “Como tú ves nosotros vivimos en ‘suites’”.
El cuerpo me ha empezado a picar por haberme metido a las aguas del estero. “Tranquilo, voy a salir a conseguir agua para bañarnos, ya vengo”. Veinte minutos después regresa con dos botellones. Con ayuda de un jabón de lavar platos, me pego uno de los baños más refrescantes de mi vida.
El almuerzo está listo. En una lata de atún me traen mi porción de arroz con mejillones y salsa. La verdad que a estas alturas dudaba si probar o no, pero no podía ser descortés, así que respiré profundo y cuchara adentro.
Un día, sin duda, diferente, tratando de entender a personas que en su momento vivieron con sus familias. Las circunstancias, sin embargo, los llevaron al lugar en donde están ahora. “Respetamos para que nos respeten, nosotros elegimos vivir aquí y aquí nos quedaremos”, me dice El Primo como despedida.