Actualidad
¡Un violador sometía a los adictos en la cárcel!
No hubo besos húmedos de despedida, tan solo uno al viento que Ericka lanzó, regada en lágrimas, cuando dos policías introdujeron a Matías en el furgón.

No hubo besos húmedos de despedida, tan solo uno al viento que Ericka lanzó, regada en lágrimas, cuando dos policías introdujeron a Matías en el furgón.
–¡Te esperaré! –gritó la joven desde la puerta de los juzgados.
–Disfruta este momento, porque será el más dulce que vivas en mucho tiempo, coju... –se jactó uno de los agentes, mientras el preso buscaba desquiciado a su novia a través de un ojo de buey.
Matías aterrizó famélico en el penal, pálido como el sobaco de un vampiro, con el rostro desencajado, la mente ida y el alma atrapada por su adicción a la heroína. Había estrenado la mayoría de edad con una condena por tráfico de estupefacientes. Quince fundas de droga, cinco años entre rejas. Parecía empeñado en hacer suya la máxima de Bukowski: “Encuentra lo que amas y deja que te mate”.
Los hombres del ‘Comandante’ le dieron la ‘bienvenida’ en cuanto asomó sus ojos hundidos en el pabellón. Primero le despojaron de sus ropas, luego del bóxer. Terminaron obligándole a telefonear a sus seres queridos para que depositaran 450 dólares en una cuenta bancaria del mafioso. Como prueba, debían enviar una foto del comprobante, por whatsapp o mensaje, al celular del ‘Comandante’.
–Casi todo el mundo tenía que hacerlo. También había adictos que pedían plata a sus parientes bajo la excusa de que les estaban extorsionando. Pero realmente la gastaban en el vicio –confesó atribulado la tarde en que se aventuró a contarme su historia.
El ‘Comandante’, un ‘patucho’ cuarentón, de pelo rapado y cuello de hipopótamo repolludo, ordenó a sus lacayos que lavaran al chico antes de llevarlo a su celda. El proceso se repetía como un macabro ritual con cada joven adicto que ingresaba en la cárcel.
–Este ‘man’ me gusta –soltó inclemente.
El síndrome de abstinencia pronto sumió a Matías en una desazón incontrolable. Así que para ganarse su confianza, el duro le dio dos pastillas de paracetamol molidas. El muchacho se las jaló de manera compulsiva.
–Aunque era puro placebo, yo no me daba cuenta debido a lo mal que estaba. A casi todos les cambiaban de pabellón en menos de un mes. Pero el ‘Comandante’ seguía allá. Era el ‘sapo’ de los guardias.
Humillar a los ‘drogos’ más vulnerables se había convertido en el pasatiempo preferido de los internos. Les escupían, les orinaban encima... El criminal aprovechaba su pánico para atraerlos con palabras afectuosas. Al día siguiente, los parias recibían sus desayunos, almuerzos y meriendas en tarrinas de plástico, que solían acabar en manos del indeseable. Porque dentro del presidio, nada era gratis, y “una pastilla de paracetamol se canjeaba por una comida”. Así acumulaba cinco o seis tarrinas en cada turno y las cambiaba por cocaína.
El horror irrumpió a medianoche, como el aullido de un licántropo escaso de sangre. El ‘Comandante’ había cedido a Matías una de las literas, que únicamente disfrutaba quienes guardaban relación con los mafiosos o entregaban su alimento a estos. El tipo cerró la puerta, subió a la cama del pelado, tapó su cabeza con una almohada raída, lo puso en cuatro y descargó su ira contra su cuerpo menudo. Era el quinto al que sometía en menos de una semana, el quincuagésimo en poco más de un mes.
–Fue una pesadilla. Prefiero no hablar mucho de aquello, sobre todo por lo que vino después...
Tras cuatro días de encierro, Matías, cojeando, corrió a pedir ayuda a los guardias. Pero estos le respondieron con una cruel carcajada. El ‘Comandante’ era una fuente inagotable de información y plata, ya que dirigía el mercado negro en el pabellón. Vendía base de coca, marihuana y heroína a uno o dos dólares la dosis; conseguía chaulafanes y pollos asados por 45; botellas de whisky escocés a 400; celulares con cargador, chip y cable usb por 500; y por 20.000 era capaz de conchabarse con los vigilantes y meter una pistola en el recinto.
El muchacho decidió traficar con droga “para sobrevivir”. Pero primero se desintoxicó a puro huevo, sin medicación ni apoyo psicológico, soportando temblores, vómitos, dolores de huesos, ansiedad... Necesitaba un ápice de lucidez si quería poner en marcha un negocio y no seguir siendo la diana contra la que otros reclusos disparaban su frustración. Así que pasaba las horas inmiscuido en su empresa y evitando a los ‘suicidas’, un grupo de sicarios dispuestos a matar a cualquier compañero por unos dólares o treinta ‘macareños’, pequeñas fundas de base que se usaban como moneda de cambio en los trueques.
–Nos daban la comida en la misma celda. Para desayunar, un pedacito chiquitito de pan y un cuarto de vaso de avena o jugo con sinogán (neuroléptico indicado para estados psicóticos agudos y crónicos). Así nos tenían más calmados. En el almuerzo, una sopa y tres deditos de arroz, con un anca de sapo toro. Y en la merienda, arroz con menestra de papa y un choricito, una tortilla de un huevo o lechuga.
–¿Y cómo esquivabas a los asesinos? –le pregunté incrédulo.
–Manteniéndome callado y regalándoles algo de droga cada semana. Recuerdo a un ‘suicida’, cuyo sueño era destripar y descuartizar a un compañero por encargo de algún peso pesado. Hasta conocí a un pastor que tenía el cuerpo lleno de cortes, que él mismo se hacía, y le rayó la garganta a un joven. Le habían pagado con unos ‘macareños’.
EL BENEFICIO
Para completar su dieta, los presos acudían al economato, donde se comercializaban productos básicos a precios asequibles. Pero la norma era clara: nadie podía gastar más de 40 dólares al mes. Si no racionaban sus víveres con prudencia, solo les quedaba el mercado negro para llenar el buche.
Ahí entraba Matías en escena. Él era un ‘minorista’ dentro de la cadena. Compraba tacos de galletas y refrescos en el economato, pero los guardaba y revendía cinco veces más caros cuando las reservas de sus compañeros menguaban.
Después invertía la plata en ‘macareños’, los cortaba con “raspadura de pared” para aumentar los beneficios y, en torno a las once de la noche, cuando la oscuridad bañaba las celdas, se dedicaba a mercadear con los ‘fumones’, que a esas horas andaban “alocados”. Para saciar la adicción, eran capaces de entregar su comida por una dosis, de modo que multiplicaba por diez sus suministros y “más o menos” mitigaba el hambre.
Solo los encuentros fugaces con su enamorada, una jovencita de burdo acento, rizos rebeldes y ardiente entrepierna, le permitían reconectar con la vida. Y con el sexo. Porque tras su desintoxicación, Matías había recobrado el ardor carnal del joven hormonado que todavía era. Al menos hasta la mañana en que la pareja acudió al dispensario de la prisión.
–Malas noticias. Lo siento. Las pruebas de los dos han dado positivas. Han contraído el VIH. Supongo que sabrán quién contagió a quién –les anunció el médico cariacontecido.
–¡El ‘Comandante’! ¡Él me violó! ¡Haga algo, doctor! Si yo estoy infectado, debe de haber decenas en la misma situación... –suplicó el chico trastornado, como si su cura pasara por atrapar al capo.
–¿De qué hablas, pende...? ¡Diosito mío! ¿Te violaron? ¿Quién, cómo, cuándo? ¿Pero qué has hecho? ¡Maldito idiota! ¡Estoy embarazada! Pensaba decírtelo ahorita...
Ericka abandonó la habitación consternada, sin darle oportunidad de responder a sus interrogantes. No volvió a visitarlo. Siete meses después dio a luz a un bebé seropositivo, pero ninguno de los dos ha desarrollado el sida por ahora. Los antirretrovirales están surtiendo efecto.
Matías, en cambio... Él no recibe tratamiento, tampoco el cariño con el que la pelada intenta criar a su hijo. Tal vez por eso se quebrara a dos reos para ocupar el puesto del ‘Comandante’ cuando el malhechor cumplió su condena. Quién sabe si, de paso, también se convirtió en el nuevo violador del presidio...
* Este relato está inspirado en hechos reales ocurridos en un país latinoamericano, pero sus personajes son ficticios.