Cada vez más colegios de Ecuador apuestan por enseñar a sentir, no solo a memorizar. Estudiantes, docentes y expertos destacan sus beneficios dentro y fuera del aula.

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Una transformación silenciosa en las aulas

La educación ecuatoriana vive un cambio profundo, aunque aún poco visible. A medida que los estudiantes retoman sus rutinas postpandemia, algunos colegios han empezado a incluir educación emocional en sus planes de estudio. 

Más allá de las materias clásicas, se busca formar personas capaces de manejar la ansiedad, expresar lo que sienten y fortalecer su autoestima.

“El aprendizaje no puede darse si la mente del alumno está en caos. Un estudiante que regula sus emociones se concentra más y participa mejor”, explica Andrés Villacís, docente de Ciencias Sociales en Quito.

Mariana ya no tiene nervios al exponer 

El impacto se nota. Mariana Torres, estudiante de 16 años en Guayaquil, confiesa que sus nervios la paralizaban cuando tenía que exponer. 

“Me olvidaba lo que quería decir, me temblaban las manos. Pero ahora practico respiración consciente y técnicas de relajación”, relata. Gracias a ello, sus notas en Lengua mejoraron y hasta se atrevió a competir en oratoria.

Historias como la de Mariana muestran cómo la educación emocional no solo mejora el rendimiento académico, sino también la confianza y la participación.

Más que una asignatura, una ayuda emocional 

Instituciones como el Colegio ISM han formalizado este enfoque. Desde 2024, integraron la asignatura de Educación Emocional con su programa Bienestar 360.

Las misma incluye, sesiones de mindfulness, el uso del Heart Diary (un diario de emociones), espacios de calma y una cultura centrada en el autoconocimiento.

“Queremos que nuestros estudiantes salgan al mundo sabiendo quiénes son, cómo manejar sus frustraciones y cómo relacionarse sanamente”, afirma Mishell Madera, vocera del colegio.

Los resultados ya se sienten, con más concentración, mejor adaptación escolar y clases con mayor participación.

Las aulas como un lugar seguro 

El cambio no se limita a lo que se enseña, sino también a cómo se vive el espacio educativo. Algunos colegios han rediseñado sus instalaciones para apoyar el bienestar de los estudiantes.

Como por ejemplo, realizar murales donde los estudiantes pueden expresarse libremente, o rincones de reflexión con iluminación tenue, pufs y música relajante.

Estos espacios actúan como refugios mentales que permiten a los alumnos regular sus emociones antes de volver al aprendizaje.

Padres y estudiantes como parte del cambio

La transformación educativa también involucra a las familias. Programas como Escuelas para Padres enseñan a madres y padres a comunicarse de forma empática con sus hijos. 

Además, muchos jóvenes se han convertido en embajadores del bienestar, ya que comparten en redes sociales cómo han logrado controlar su ansiedad o mejorar su autoestima gracias a estas prácticas.

¿Debe implementarse la educación emocional para todos?

El desafío, según Villacís, es que esta metodología llegue a todos los rincones del país. “No debería ser un lujo. Enseñar a gestionar emociones debería estar al mismo nivel que enseñar a sumar o leer”, sostiene. La evidencia sugiere que los beneficios no son solo emocionales, sino también académicos y sociales.

Mientras Ecuador enfrenta rezagos educativos postpandemia y desafíos de salud mental, la educación emocional se perfila como una herramienta clave para reconstruir una escuela más humana, resiliente y efectiva.

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