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Ecuador

Cada mañana, desde su ventana, Gustavo Demera mira las tumbas.Luis Cheme

Cementerio Quinindé: Don Gustavo y sus eternos vecinos

Desde hace 30 años, cada día Gustavo Demera se asoma por su dormitorio y divisa las lápidas y cruces que un día él ayudó a colocar

Cada mañana, cuando don Gustavo Demera abre los ojos, lo primero que ve no es un parque ni la calle, sino el cementerio. “La vista que tengo es para los difuntos”, dice con la naturalidad de quien ya no distingue entre el paisaje y la rutina. Su terraza y la ventana de su dormitorio dan directamente a lápidas, nichos y cruces. Lleva más de 30 años viviendo con tumbas como vecinas.

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Su casa está en el barrio que colinda con el camposanto de Quinindé, provincia de Esmeraldas, y tiene una puerta trasera que comunica a las bóvedas. No es un capricho arquitectónico: fue una exigencia laboral. “Fui panteonero hace 31 años”, recuerda. Por esa puerta salía rápido para recibir los cadáveres, a cualquier hora". Así nació la costumbre de atravesar, literalmente, el cementerio.

La cercanía con los ‘finaditos’ le enseñó a domar el miedo. “Yo no siento absolutamente nada”, afirma, pero hay episodios que aún le sacuden la memoria: noches en las que una corona de papel movida por el viento le pareció una sombra humana. Una vez, cavando una sepultura, unos deudos aseguraron que el cadáver “se movía”, pero él, con su mirada técnica, explicó que la hinchazón y el traqueteo de la caja metálica era por presión interna.

Hizo tarea de forense

Don Gustavo explica que, además de cavar tumbas, sin ser forense acompañó a médicos legistas en los exámenes y, con práctica empírica, fue aprendiendo técnicas de autopsia. “Yo aprendí empíricamente. El doctor me enseñó algunas veces”. Conoció cómo se parte un cráneo para revisar el cerebro, cómo se buscan balas, cómo el estado de los pulmones o del corazón habla de muertes por alcohol o drogas.

Don Gustavo cuenta que recibió cadáveres en “toda condición”: desde cuerpos hallados tres, cuatro, cinco, hasta ocho días después de su muerte, hasta restos a los que había que hacerles reconstrucciones.

Si no aparecían los familiares, él se comunicaba con unas radios en Santo Domingo que tenían más alcance, para que difundan el mensaje. A veces una descripción (tatuajes, señales, ropa) era suficiente para que alguien llegara por el occiso.

La puerta posterior de la casa de quien fuera panteonero está justo frente al camposanto.Luis Cheme

Los 'muertitos' sin identidad

También recuerda historias que parecen salidas de una novela negra local. Entre ellas, la de un hombre extranjero que fue asesinado y quedó con una cruz. Otro caso aterrador fue el de una persona con la cara quemada con ácido, cuyo nombre no se conoció. “Nunca se supo nada”, dice con la resignación de quien ha visto demasiadas vidas anónimas. Calcula que enterró “más de cien” cuerpos sin reclamar. Les buscaba un espacio, cavaba la tierra y se hacía cargo del entierro.

Al preguntarle qué siente cuando se asoma a la ventana, su respuesta es sencilla: “Nada. Estoy acostumbrado”.

La casa de don Gustavo, con la puerta que abre al cementerio, es a la vez su atalaya y su confesionario. Cada mañana, desde su terraza, sigue viendo las mismas cruces, recordando relatos e historias, siendo la memoria del cementerio y la de aquellos que no tuvieron quien los reclamara.

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