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Ecuador

Mini Ramón Santana, el guardián del silencio en el Cementerio de Quinindé, les pide a los fallecidos que lo cuiden.Luis Cheme

Cementerio de Quinindé: El pacto de un vigilante nocturno con los del más allá

Desde hace seis meses cumple las rondas nocturnas, pero ya ha trabajado como albañil y ayudante de panteonero

A las ocho y media de la noche, cuando las familias del cantón Quinindé, provincia de Esmeraldas, apagan sus luces y se resguardan, frente al portón de hierro del Cementerio Municipal, Mini Ramón Santana Mero enciende su linterna, abre la Biblia y reza. Lo hace bajo una bombilla de luz mortecina que parpadea. “Ustedes me cuidan y yo los cuido”, les susurra a los cientos de difuntos que él custodia cada noche.

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Luego, con paso lento, comienza su primera ronda. Mini Ramón tiene 54 años y una calma que solo se gana al convivir con el silencio. Lleva seis meses contratado formalmente como guardia del cementerio, pero su vínculo con el lugar data de mucho tiempo atrás.

Él lleva más de dieciséis años caminando entre tumbas. Primero como ayudante de albañil y luego como colaborador de los panteoneros. “Ya conozco el movimiento de todo esto”, afirma con orgullo.

De día, el cementerio tiene un aire familiar: mujeres con flores, obreros limpiando nichos, el sol cayendo sobre las cruces oxidadas. Pero de noche, todo cambia, según el custodio. “A la una de la madrugada el ambiente se vuelve pesado, se siente distinto, como si el cuerpo se le erizara a uno”.

En esos momentos, recurre a lo que llama su única arma: la Biblia que lleva en el bolsillo de su chaqueta. Por eso es que antes de iniciar cada ronda, reza. “Les digo: ‘Yo los cuido, ustedes cuídenme’. Así pasamos tranquilos toda la noche”, expresa el celador.

Realiza tres rondas cada jornada: a las ocho y media, a la medianoche y a las cuatro y media de la mañana. El hombre recorre cada rincón, ilumina los pasillos, se detiene frente a las bóvedas más antiguas, donde las fechas ya se han borrado. El único ruido es el crujido de la grava bajo sus botas y el zumbido de insectos. De vez en cuando, un gato cruza en la oscuridad y lo sobresalta. Pero Mini Ramón dice no temerles a los muertos.

El celador revisa cada rincón entre las tumbas, atento a cualquier intruso o pillo.Luis Cheme

Pandemia fue una época dura

Durante la pandemia, cuando la muerte se volvió rutina, el cementerio fue su refugio. A veces le tocó ayudar a sepultar cuerpos de noche, bajo lluvia o sin luz. “Era duro, pero alguien tenía que hacerlo. La gente ya no quería entrar”.

En esos meses, dice, entendió que el miedo se vence rezando y acostumbrándose. Desde entonces, la muerte dejó de ser algo terrible para él y se convirtió en algo cotidiano, casi doméstico.

Mini Ramón recuerda su primer día como guardia. El compañero que hacía turno con él caminaba “como en cámara lenta”, indica, porque le daba miedo mirar entre los pasillos. “Pero yo lo animé. Le dije: ‘Vamos, que aquí no hay nada’. El miedo uno mismo lo crea”.

"Aquí los que asustan son los vivos. A veces se meten a robar o a dormir. Pero los difuntos no. Con ellos converso, me río, me acompañan”.
Mini Ramón Santana

Hoy, los dos rezan juntos antes de iniciar el recorrido. “Le pedimos a San Miguel Arcángel que nos proteja, y luego vamos tranquilos. Conversamos con los muertos como quien conversa con los vecinos”.

No hay señales de fantasmas, asegura. Alguna vez vio a un grupo de jóvenes que entraron con cámaras a grabar un video “de esos paranormales”. “Yo los dejé, pero les dije que no iban a ver nada. Aquí los que se asustan son los que no creen”.

Cuando amanece, Mini Ramón termina la última ronda y se sienta en una banca de cemento, frente a la puerta principal. “Es un trabajo duro, pero alguien debe hacerlo. Ellos (los difuntos) merecen respeto, aunque ya no estén aquí”, reflexiona mirando las tumbas. Se levanta, se sacude el polvo del pantalón y apaga la linterna. La jornada ha terminado.

Mientras el pueblo despierta y los gallos cantan, él se despide en voz baja: “Hasta esta noche, mis difuntos. Descansen. Yo vuelvo después”.

Desde hace seis meses, este guardia hace rondas en el camposanto.Luis Cheme

Conoce las cientos de casas eternas

El cementerio de Quinindé tiene más de tres mil tumbas. Algunas nuevas, con mármol brillante; otras antiguas, cubiertas de musgo y hierba. Mini Ramón las conoce casi todas. Cuando alguien llega buscando un sepulcro en particular, él pregunta la fecha del entierro y, sin dudar, guía el camino del visitante.

Él puede señalar con exactitud dónde descansa cada finado, incluso a los sepultados durante la pandemia, cuando los entierros se multiplicaban día y noche.

“Hay gente que viene de lejos y me pregunta por su familiar y yo los llevo directo. Es que uno ya se aprende, ya se le graba en la cabeza”. Su memoria es un mapa invisible de nombres, fechas y pequeñas historias detenidas bajo la tierra.

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