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Guayaquil

El Barrio del Camal de Guayaquil: recuerdos, nostalgia y temor por una mudanza
Quienes laboran y viven en los alrededores del establecimiento de faenamiento de Guayaquil recuerdan las épocas doradas del sector
Un olor predomina. Ruidos invaden los oídos. Caminar por las calles aledañas al Camal de Guayaquil, en el sur, es rendirse a la esencia de la carne cruda. Al arrastre de carretillas metálicas. A hojas de cuchillo rozándose intensamente. Al rugido de rebanadoras que convierten libras vacunas en filetes. A una sinfonía sonora y olfativa.
Las ventas no son ceremoniosas. Parafraseando el tema musical ‘El Cantante’, del fallecido salsero Héctor Lavoe: no hay tiempo para demoras. Quien ve un trozo de res bonito colgando de un gancho se acerca al vendedor, averigua el precio, regatea, paga y se lo lleva. No se juguetea. Nada de videos promocionales para redes sociales. Se vende a la antigua: preguntando con plata en mano.
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Desde inicios de diciembre, quienes habitan en los alrededores del camal -muchos de los cuales tienen sus locales y puestos a de venta a la intemperie de carne- conviven en un entorno de preocupación, nostalgia y dudas por un proyecto que se gesta desde el Concejo Municipal de Guayaquil: la mudanza del camal a El Chorrillo, una zona ubicada en el kilómetro 19,5 de la vía a Daule.

“El camal es el que le da vida al barrio”, comenta Rocío, de 59 años, dueña de un comedor al que algunos trabajadores del establecimiento van a alimentarse.
La mujer, quien trabaja con sus hijas, desde su negocio tiene una vista cercana a las instalaciones de faenamiento. Si fríe, prepara arroz o lava platos, solo debe girar la cabeza ligeramente a la derecha y, a través de una ventana que siempre pasa abierta, puede observar la entrada al añejo matadero.
La ventana no es solo para ver. Tiene otra intención bien lograda: es un imán de olfatos inquietos por el hambre, que aspiran inevitablemente el aroma a pollo rostizado que se escapa por el boquete. Sí, irónicamente, hay jornaleros que, quizá hostigados de la carne, se inclinan por saciar el estómago con pollo.

Época dorada del Barrio del Camal
Rocío accede a conversar por cinco minutos del barrio y del camal durante su atareada mañana del jueves 11 de diciembre. Sus hijas le toman la posta y ella se sienta a charlar sobre esa zona de Guayaquil. Los cinco minutos se extendieron a once, gracias a que se inspiró dejando salir recuerdos sembrados en su memoria.
“Este es el Barrio del Camal. Mucha gente lo confunde con el Barrio Cuba, pero ese es desde la esquina (calle General Francisco Robles y Diagonal 42 SE) hacia la Universidad Politécnica Salesiana. Soy nacida y criada aquí y ahora estoy envejeciendo. A los 16 años me enamoré, a los 17 me casé y tuve a mi primera hija antes de los 18. Mi marido trabajaba en el camal, pero cuando tuvimos la segunda niña se necesitaba más plata y empecé a vender comida. Ya llevo en esto 40 años”, relata.
En sus palabras, “el barrio sin el camal moriría”. Aunque también admite que, en comparación con cómo era antes, ha perdido parte de su encanto.
6️⃣ El Concejo aprueba en primer debate la Ordenanza que regula la creación y funcionamiento de la Empresa Pública Municipal del Servicio Público de Faenamiento del cantón Guayaquil, Camalquil EP.
— Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil (@alcaldiagye) December 3, 2025
El proyecto impulsa un modelo de gestión especializado que permitirá mejorar los…
Hace unos 30 años, el faenamiento era un proceso más rústico. A las reses se las amarraba para matarlas. Era común que algún animal reaccionara desesperado, como intuyendo su final, aventurándose a escapar del camal.
“¡Corre que se te va!”, gritaban los moradores a los faenadores. Esa rutina se volvió un juego barrial que arrancaba risas y algo de temor, pues algunos habitantes se metían a sus casas para no ser embestidos por una vaca o un toro.
El alboroto terminaba cuando los jornaleros, hábiles como madre enojada lanzando chanclas, atrapaban a la res tirándole un cabo.
“Antes venían orquestas y eran unos fiestones desde las ocho de la noche hasta las cinco de la mañana. Siempre había baile el 11 de octubre, el Día del Matarife (quien se encarga de matar reses y descuartizarlas). Ahora ya no dejan hacer fiestas. En el Día del Padre, hombres venían a comprar los cachos del toro para llevárselos de adorno a sus casas. Nunca supe por qué, pero compraban cachos. Eso ya no se permite”, narra.
Incertidumbre por el comercio
Carlos Vélez, un carnicero de 63 años que vive en ese barrio desde su primer pestañeo, dice que en la década del 70 los niños jugaban en las calles polvorientas y de tierra, a veces con la ropa manchada con sangre de res. Iban a bañarse al río Guayas o correteaban entre los pedazos de carne que sus padres ofrecían.
“A veces nos sentamos de noche a recordar con los vecinos, aunque ya no se puede tanto por la delincuencia. Ahora, eso de que van a cambiar el camal lo vengo escuchando hace años. Eso va a demorar. Igual, la gente sabe que aquí se vende carne y, probablemente, sigan viniendo a comprar. De que va a afectar, va a afectar. Pero no creo que el comercio muera”, opina, con un tono sazonado de resignación y una pizca de optimismo.
Vélez es descendiente de una familia de camaleros y carniceros. Sus padres, tíos, primos e hijos se han dedicado a vender carne. No generaron una fortuna, pero han logrado “vivir dignamente”.

Con una marcada voz ronca frota sus nudillos -grandes, a punta de décadas de trabajo que iniciaron a sus ocho años- y exclama: “Hay muchos colegas que ya fallecieron. Otros siguen dando ‘guerra’ y andan por aquí”. Una hermandad no biológica, pero forjada entre afecto y bromas.
“De muchacho me metía en los corrales con el ganado bravo. Me pusieron el ‘potro salvaje’. La mayoría nos conocemos por la ‘chapa’”, cuenta.
Tailón del Rosario, un comerciante sesentón y de corpulencia delgada, ya piensa qué hará cuando cierren el camal. Mientras tanto, camina vendiendo sus lenguas y patas de res como hace 40 años. Ejercicio natural que lo mantiene sin sobrepeso.
“Capaz me quedo en casa descansando, a que me mantengan mis hijos”, dice, cargando de gracia esa etapa de la vida en que los adultos velan por sus padres.

Tailón, de trato jovial y descomplicado, cambia por un momento su semblante y mira a un punto fijo, concentrándose en sus pensamientos. Hace una pausa corta y suelta emotivamente: “Voy a extrañar venir a vender mis cositas. No soy de aquí, pero la gente se ha hecho amiga. Pero también ya se necesita un nuevo camal”.
Las fiestas y las correteaderas de reses solo viven en las memorias avejentadas. Las noches de charlas en los portales quedaron relegadas por la inseguridad de la ciudad. Pero el cordón umbilical con la carne no se cortará, ¡con o sin camal!
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