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Debajo de la estructura de la parada duermen varios de ellos. Sus cosas están ahí dentro.

Cumandá, el ‘hotel’ de la droga

Mendigos, adictos y delincuentes aprovechan la oscuridad para acomodarse en siete puntos de este sector del Centro Histórico de Quito.

La mirada de Juan permanecía posada sobre una vieja pipa que apenas se distinguía en sus manchadas manos. Era pequeña, como uno de sus pulgares, y solo un polvillo blanco que caía de un papel se diferenciaba en esa oscuridad. El hombre apoyaba su espalda al muro de piedra que se impone en uno de los graderíos del sector de Cumandá, en el centro de Quito. Durante las noches, aquel lugar se ha transformado en una suerte de hotel, donde mendigos adictos a estupefacientes —como Juan— o presuntos delincuentes puedan dormir.

El lugar de ‘residencia’ de estas personas puede ser cualquier parte. Pero los moradores han hecho un listado de los sitios en donde pernoctan los desconocidos. Uno de ellos está en las escalinatas de un parque donde el consumidor preparaba su mercancía. Estas inician junto a la calle Piedra y se dirigen hacia la Vásconez, otra intersección cercana a la Loma Grande y la Mama Cuchara.

Subirlas es cansado y en un lapso de dos minutos, con buen estado físico, se logra completar el trayecto. Pero ahora es necesario una caminata más lenta para observar el panorama. Colillas de cigarrillos abundan en cada esquina. Un tarro de cemento de contacto yace vacío y junto a este se miran despojos de ropas que alguien usó o simplemente los dejó ahí para recogerlos en horas nocturnas.

En la mitad de ese cúmulo de gradas sigue sentado Juan. No se inmuta al paso de los pocos transeúntes que se arriesgan a recorrer a esa hora (cerca de la medianoche). “Buenas noches, disculpen por lo que estoy haciendo”, se excusa apacible escondiendo por un momento su pipa. No se levanta para comenzar una rápida conversación. Su pinta es la de un viejo Pedro Navaja, al que los años le quitaron la galantería. “Viví diez años en Italia, con mi esposa y dos hijos”, comenta escondiendo su mirada bajo un sombrero.

Una chaqueta lo abriga mientras recoge sus rodillas. Prosigue diciendo que en suelo europeo trabajó en una fábrica de repuestos de automotores. No era un técnico sino el encargado de la limpieza. Con agilidad al recordar, dice que su horario era de seis de la mañana a cinco de la tarde. Pero decidió regresar a Ecuador. En sus parafraseos no delata la razón de su retorno. Allá quedó su familia y acá él se sumió en el mundo de las drogas. “Fumo marihuana y pasta base de cocaína”, confiesa con soltura.

Es ahí donde la veracidad de su historia queda en duda. Juan posiblemente inventó ese viaje o quizás dice la verdad, pero su vicio hace imposible creerle. Continúa fumando, dando una larga inhalada que arranca diminutos destellos de roja incandescencia. Un ‘pana’ suyo llega y con su arrebato destroza la tranquilidad de la conversación.

Se lo conoce como Andresito, un alocado residente que se ‘mata’ diciendo que se graduó del colegio, pero que se perdió en las adicciones. Asegura que vivió en Carapungo, al norte de Quito, donde ayudaba en los parqueos, fue mesero, cajero... “Cuando llueve uno se moja todito. Para abrigarse toca caminar”, refiere el chico. Para resguardarse, agranda su chompa hasta cubrir sus rodillas. La capucha, en cambio, le sirve como almohada.

Droga e inseguridad

Ninguno confiesa el modo en que obtienen los alcaloides. Es una complicidad de amigos, tanto para el vicio como para hacerse compañía en sus largas jornadas. Solo es cuestión de seguir caminando para toparse con otros personajes. Ellos no son tan amigables como Juan y Andrés, rezagados conforme se avanza. “Ustedes son sapos. ¿Qué vienen a hacer con esa cámara?”, acusa un hombre, amagando que tiene un arma. Se aleja gritando y es aquella actitud la que tiene en zozobra a los moradores.

El consumo de droga deriva en la inseguridad. No es en vano que el Centro Histórico, del que forma parte Cumandá, haya estado en la mira de investigaciones sociales. El trabajo titulado Microtráfico y Criminalidad en Quito señala a la zona como uno de los puntos calientes de la venta de estupefacientes al menudeo en la capital. Este hecho trae consigo afectaciones indirectas como el consumo, robos menores y violencia interpersonal.

“A nivel distrital, el Centro Histórico es la segunda parroquia con más alta densidad (...) y contribuye a una mayor cantidad de problemáticas sociales que se condensan y visibilizan en este sector”, señala el documento. Al hijo de Patricio Martínez, morador del sector, le robaron hace tres meses. Salieron personas que se alojan en la quebrada del río Machángara, lo amenazaron con cuchillos y le quitaron una computadora de 1.500 dólares.

Martínez tiene una tienda a pocos metros de esa hondonada. Con ese antecedente, calcula que desde las 18:00 las personas ya no pueden caminar tranquilamente. Luego de identificar los rincones críticos en donde los ‘sin techo’ se refugian, de manera inmediata también se conocen los problemas sanitarios que allí circundan. En la calle Morales, las pérgolas de madera adornan las afueras de los negocios adyacentes al parque.

La madrugada, por lo general, es aprovechada para acomodarse allí. Cobijas o colchones sirven de camas para acurrucarse y cuando desalojan en la mañana, la insalubridad ‘mata’.

Allí ha permanecido seis años abierto el negocio de Juan Carlos Mendoza. Durante ese tiempo hubo este inconveniente, con breves episodios de erradicación. “Cuando abro, debo baldear la suciedad que dejan afuera”, refiere.

Pocos metros hacia el occidente ya empieza La Ronda. La custodian policías de Turismo y para romper el hielo un sargento conversa, pero no da entrevistas. Cuenta que los patrullajes en aquel sitio ahuyentan a los ‘choros’, pero es complicado desalojarlos completamente. Hacerlo es como cortar mala hierba, en este caso, los ‘residentes de la calle’ que siempre volverán.