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Quito

La comunidad furry de Quito participa tanto en eventos que ellos mismos organizan como en distintas convenciones.Cortesía

¿Qué es el mundo Furry? Descubre la subcultura que conquista Ecuador

Grupos de Facebook y convenciones de cosplay son los espacios donde las comunidades juveniles furry y kemonomimi de Quito expresan sus ideas

Cuando Alexander García se pone su traje peludo, algo cambia en el aire. El calor se acumula bajo la máscara, el mundo se vuelve distinto y solo queda la sensación de estar dentro de un personaje llamado Koji kun.

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“Yo empecé como fanático. Me gustaban las series, los videojuegos y las caricaturas de personajes furry”, cuenta.

Tenía 12 años cuando descubrió que aquellos animales con rasgos humanos -como Bugs Bunny o el alcalde de Dragon Ball- podían ser algo más que simples personajes de ficción: podían ser una identidad.

Hoy, a sus 22, este quevedeño ha convertido su pasión en comunidad. Vive en Quito, donde fundó Wild Pet Adventures, un grupo que reúne a los amantes del mundo furry. “En el colegio me mandaban a investigar y ahí conocí que había convenciones internacionales. Así encontré a otros furros. Hay en todo el mundo, también en Ecuador”, dice mientras muestra en su celular fotos de sus primeros trajes.

En las paredes del cuarto donde trabaja cuelgan afiches de perros sonrientes que se paran en dos patas. Alexander es lo que dentro del fandom (grupo de personas que comparten una gran afición por algo) se conoce como ‘furmaker’, un creador de trajes que pueden costar hasta 500 dólares.

“Aunque comencé en Quevedo, allá no hay convenciones. Me ponía el traje, iba a los parques y me pagaban 50 centavos o un dólar por una foto”, recuerda.

En sus cuentas de Instagram y TikTok invita a ferias y eventos donde se reúne la comunidad furry del país. Su personaje, Koji kun, es un perro humanoide alegre y dinámico que ama hacer amigos.

Grupos de Facebook y convenciones de cosplay son los espacios donde las comunidades juveniles furry y kemonomimi de Quito expresan sus ideas.Cortesía

“Entre los furries nadie se queda afuera. Somos inclusivos. He sido otaku (persona con interés en la cultura japonesa) también, pero eso es más individual; los furries hacemos dinámicas y tratamos de que todos socialicen”, dice con el tono de quien ha encontrado su lugar en el mundo.

El sol de la tarde se filtra por la ventana del taller y cae sobre la máscara de Koji, que espera paciente en una silla. Afuera, el ruido de la ciudad parece lejano. Alexander sonríe. En ese universo de peluches y costuras, donde los perros hablan y caminan erguidos, él ha logrado lo que muchos buscan: un espacio propio, una comunidad que lo abriga y un personaje que, como él, no teme mostrar su verdadera cara.

Las orejitas de gato se toman las calles de Quito

En las convenciones de animación japonesa de Quito, entre luces de neón y trajes brillantes, Karen Enríquez camina con el cabello rosado, los ojos celestes y unas orejitas suaves de felpa que ella misma fabrica y vende. En el mundo cosplayer, representa a personajes que mezclan lo humano y lo animal.

“Somos diferentes de la comunidad furry y therian (esta última no tan conocida en Ecuador), que son personas que se identifican como animales. Sé que a una veterinaria amiga mía le pidieron atención médica para una persona de ese grupo, pero por ética no pudo hacerlo. La moda kemonomimi es otra cosa: implica usar orejitas o colitas como un accesorio; forma parte del cosplay”, explica.

Este fenómeno no es aislado. Según María del Valle Guerra, licenciada en Estudios Orientales y experta en Extremo Oriente, el uso de orejitas y colitas de inspiración japonesa ha crecido exponencialmente en las últimas dos décadas en América Latina.

“El término kemonomimi combina las palabras japonesas kemono (animal o bestia) y mimi (orejas), y se refiere a personajes con rasgos animales muy presentes en el manga y el animé. Nacidos en Japón, estos símbolos se expandieron rápidamente al mundo gracias a la cultura visual”, detalla.

Karen lo vive de cerca. En su pequeño taller recibe encargos de trajes y accesorios de todo tipo: armaduras, pelucas, colas de zorro y orejas de gato. “Del total de pedidos, un veinticinco por ciento son accesorios kemonomimi”, calcula.

Unos 1.200 usuarios están activos en grupos de Facebook dedicados a la cultura furry y kemonomimi, la mayoría concentrados en Quito y Guayaquil.CORTESIA

Entre sus clientas está Amaki Candy Brain, de 30 años y que descubrió este mundo a los 12. “Desde pequeña amaba a los gatos. Tenía una conexión muy fuerte con ellos, crecí rodeada de muchos. Me gustaba ponerme orejas, me parecía que combinaban con mi ropa”, recuerda.

Para Amaki, el kemonomimi es más que una moda, es una forma de libertad. “Intento ser lo más disruptiva posible. Uso orejas y guantes incluso en momentos formales, en la universidad o en la oficina”.

En Instagram reúne más de 14 mil seguidores que siguen su estilo y sus caracterizaciones de personajes como Sakura Card Captor.

Subirse al bus con orejas de gato y notar el recelo de algunos pasajeros es algo que ha aprendido a sobrellevar. “La gente a veces se asusta, pero cuando conversas se da cuenta de que eres una persona normal, solo vives tu vida de una forma un poco distinta”.

En un país donde la cultura japonesa florece entre pantallas y telas de colores, las orejitas de gato se han convertido en un símbolo silencioso de identidad y creatividad.

Kody y el lobo que limpia ríos

Prefiere que lo llamen Kody. Cuando se coloca su máscara de lobo gris, su voz se amortigua, pero sus palabras mantienen una claridad serena. Dirige una pequeña organización dedicada a promover y organizar eventos furry, una comunidad que crece en Ecuador impulsada por las redes sociales.

“La cultura empezó en 1980, duran te una reunión con productores de Disney que querían crear algo nuevo. Diseñaron una marmota espacial -un personaje peludo, furry en inglés-, y así nació el fandom”, explica este estudiante de Agroecología.

“El fandom es un grupo de personas con los mismos gustos; en este caso, el gusto por los personajes antropomórficos”, añade, mientras acomoda las orejas de su traje.

En la entrevista con EXTRA lleva puesta su ‘fursona’, un lobo gris de mirada vivaz. Lo creó inspirado en ‘El libro de la selva’, película que vio cuando tenía 12 años, y en ‘Los tipos malos’, donde los animales también caminan, hablan y sienten como humanos. “Kody es un lobo carismático, divertido y con muchas ideas. Es como yo me siento y me expreso”, dice.

A sus 20 años conoció la cultura furry navegando por internet. Hoy, junto a medio centenar de jóvenes entre 20 y 25 años, organiza encuentros donde los disfraces no solo son motivo de diversión, sino también de compromiso.

Integrantes de la comunidad Furry durante un evento.CORTESIA

En sus reuniones, además de compartir actividades culturales, limpian ríos y promueven el cuidado ambiental. “Nos preocupa la deforestación y la producción de alimentos sanos”, comenta con orgullo.

Pero no todos entienden su entusiasmo. “Algunas personas adultas dicen que por qué no me dedico a trabajar en lugar de hacer estas cosas”, cuenta. “Pero yo sí trabajo, fabrico trajes furry”.

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Venció prejuicios y se especializó en estudios del manga

María José Gutiérrez decidió enfocar su maestría en Comunicación en el estudio del manga yaoi. “En 2012 empecé a leer una serie de historias donde personajes masculinos se enamoran en el camino. Me cautivó su sensibilidad y comencé a pensar en ellas como un campo de estudio. En ese entonces, la comunidad otaku no hablaba mucho del tema, y en las convenciones era casi imposible encontrar productos o representaciones de estos personajes”, recuerda.

A través de su trabajo, Gutiérrez descubrió que la hibridez entre lo humano y lo animal -tan presente en las estéticas del anime y el manga contemporáneo- tiene raíces profundas en el arte japonés.

“En los siglos XII y XIII ya existían rollos ilustrados donde aparecían caricaturas de animales y personas: monos, conejos, ranas, caballos, leones y elefantes que interactuaban entre sí”, explica la investigadora.

Su recorrido académico no solo consolidó una línea de investigación pionera en el país, sino que también abrió espacio a una generación de jóvenes que en la actualidad estudia con libertad las narrativas visuales, los afectos y las identidades que emergen desde la cultura popular japonesa.

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