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Gorka Moreno es cronista, reportero de investigación y coordinador de especiales.

¿Quieres ser mi novia?

Gloria fue la última muchacha a quien formulé la preguntita: ¿Quieres ser mi novia?

Sus senos eran “cántaros de miel”, que vacilarían Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina. No sé si me “reverbereyaban”, pero a los 14 ya estaba cansado de aquellos besos que se estiraban durante horas como un chicle.

Quería más, siempre quise más. Y Gloria me lo dio. Gracias a ella, desarrollé cierta habilidad para desabrochar sostenes con un sutil chasquido de índice y corazón, descubrí que acariciar no es sobar... Alcanzar por primera vez segunda base (palpado ilimitado de ‘chichis’) era como conquistar un ochomil. Entonces, el sexo iba de eso, de coronar cimas, y cuanto más escarpadas mejor.

Gloria fue la última muchacha a quien formulé la preguntita. Cuatro palabras ineludibles para todo adolescente que deseaba iniciarse en las artes amatorias. Daba igual si nacían de la sinceridad o de las ansias de tocar carne. “¿Quieres ser mi novia?”, le pregunté estreñido. Para garantizarme el sí, endulcé la declaración con un cursi pergamino de plata, de aquellos en los que el joyero estampaba tu nombre con letras clásicas y en cursiva.

Novia’, ese urticante vocablo que a menudo prostituía por mero instinto de supervivencia. Pero como en el fondo de mi conciencia anidaba un impertinente angelito, creé una nutrida lista de frases alternativas. Así evitaba sentirme un estafador. “¿Quieres que salgamos?”, “¿por qué no probamos suerte?”, “¿me das una oportunidad?”, “¿seguimos adelante?”... Mi repertorio era casi tan extenso como los usos culinarios del verde.

Por suerte, a partir de los 18 las parejas españolas que yo conocí construían su futuro en torno a respuestas, no preguntas, en torno a cada noche de lujuria, a cada barrera derribada a martillazos... El noviazgo brotaba y crecía solo, como el río que nace tímido en un abrupto manantial y se ensancha arrollador conforme se acerca al océano. Supongo que en mi generación, la primera de la democracia, muchos y muchas crecimos liberados de estigmas, prejuicios, temores y etiquetas.

REGRESO AL PASADO

Aterricé en Ecuador a los 37, pero pronto creí volver al instituto. El de arriba anhelaba torturarme por mis errores del pasado. “Aquí, cuando una pelada te interese de verdad, deberás preguntarle si quiere ser tu novia”, me reveló otro expatriado al verme ‘babear’ como un caracol por esas féminas de verbo fino, prieto vestido y tacos de vértigo que pueblan el Puerto Principal.

Una amiga guayaca suele decir que los españoles somos “como aviones”, que no paramos mucha bola al galanteo. Ignoro si tiene razón, pero sí creo que nos falta romanticismo para los circunloquios floridos. Si tú quieres, y yo quiero, ¿por qué esperar? ¿Acaso prolongar los agasajos y el flirteo dignifica más a la mujer? No hay mujer más digna, al menos para mí, que aquella capaz de vivir su sexualidad sin tabúes ni miedo al qué dirán, con bravura, sin líneas rojas.

Pero tras la confesión de mi compatriota, no me quedó más remedio que ascender de nuevo sinuosas tachuelas con el riesgo de que, al intentar hacer base uno (piquito de morros), me despeñara colina abajo. Y si en el mejor de los casos recibía ese anhelado beso al final de la travesía, ya extenuado y con la lengua trapeando un sendero polvoriento... ¡Oh, cielos! Entonces la chica de turno se saltaba las bases dos, tres, cuatro y cinco para exigirme, casi por contrato, que mis sueños girasen en torno a ella.

Algo afligido, decidí cocer mis tribulaciones a fuego lento y analizar de dónde nacía ese conservadurismo tan característico de las jóvenes ecuatorianas con las que había coqueteado. No sé si di en la diana o pinché en hueso. Pero concluí que los príncipes azules de Walt Disney, combinados con ese machismo recalcitrante que impera en buena parte de Latinoamérica y que muchos padres y madres inculcan desde la cuna, son una mezcla fatal para la emancipación sexual de las mujeres. Si no, que alguien me explique, por citar un ejemplo de los más ‘amables’, por qué tantas ocultan sus encantos bajo camisetas y ‘shorts’ en la playa en lugar de lucirlos orgullosas.

Así que este humilde servidor, consciente de los palos que le lloverán, aconseja a sus lectoras que se suelten la melena, que ignoren a todos esos indocumentados que se creen con derecho a decidir por ellas. Eso sí, el placer con condón, que el mundo está muy loco. Y al ‘macho’ que no quiera usarlo, patada en el trasero.

Yo, entre tanto, evocaré a Godoy para volver a conquistar ochomiles, con la esperanza de encontrar a nuevas Glorias que salpimienten mis días: “Son tus perjúmenes mujer, los que me suliveyan...”.