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Quito

María Ayala se para en la calle Sucre con su lechera, en la que guarda la cuajada.Miguel Ángel González

Fiestas de Quito: Oficios tradicionales sobreviven al tiempo

Tres mujeres cuentan su historia a través de su labor cotidiana, la cual se revela con mayor fuerza durante las festividades de Fundación de Quito

En las Fiestas de Quito, el Centro Histórico y sus alrededores se convierten en escenario donde conviven tradiciones, aromas y oficios que sobreviven gracias a mujeres que aprendieron a trabajar mirando a sus madres, abuelas o tías. Entre puestos improvisados, calles estrechas y madrugadas que empiezan mucho antes del amanecer, tres historias se cruzan sin que sus protagonistas se conozcan entre sí.

EXTRA hizo un recorrido por este emblemático punto capitalino y halló la historia de tres vendedoras que mantienen vivos oficios con productos un tanto exóticos. Ellas comparten más que la necesidad de ganarse el día: sostienen prácticas que, aunque parezcan simples, requieren tiempo, destreza y disciplina. Cada una recorre la ciudad desde una esquina distinta, pero juntas componen un retrato de las festividades y de la vida cotidiana de quienes, incluso en días de fiesta, no descansan.

La ruta de los catzos

Nahomi viaja desde Otavalo para vender sus catzos fritos.Franklin Jacome

Nahomi tiene 16 años y, mientras habla, sostiene una bandeja con catzos (escarabajos) fritos, en la vereda de la calle Cuenca, cercana a la Plaza de San Francisco. Ella está acostumbrada a que la gente pregunte si aquello es tradicional de Quito, si es seguro comerlo o de dónde vienen los insectos. Ella contesta sin molestarse: “Los catzos solo salen en la tierra. Se empieza a coger desde las tres hasta las cinco (de la madrugada)”. Esa frase la repite como si recitara algo aprendido por costumbre.

Su jornada comienza muy lejos de Quito. “Salgo de Otavalo (Imbabura) a las cuatro de la mañana. Aquí llego a las siete, más o menos”, cuenta. Nahomi viaja en bus y se queda hasta las 15:00, cuando vuelve a tomar otro transporte de regreso. No viene todos los días: depende de la temporada. “Solo vengo cuando hay fiestas o días no muy exactos. A veces voy a Machachi, a Cayambe, o aquí a Quito. A la semana, unos tres días”.

Los catzos ya no abundan como antes. A veces los compran por baldes a personas que llegan hasta su casa en Otavalo. “Porque ya nos conocen que vendemos”, explica. Un balde lleno puede costar 300 dólares; si la temporada está baja, quizá 200. Ese precio lo paga su tía, que es quien prepara todo el producto. Nahomi solo ayuda a vender porque, aunque le gustan, es alérgica: “Me enroncho, me salen granos. Si los toco mucho tiempo, me lleno de ronchas. Si como, me pica la garganta”. Por eso solo carga la bandeja, ofrece y cobra.

La preparación toma tiempo. Primero se pelan y se les quitan las dos alitas, las delgadas y las gruesas, y también las patas. Luego se dejan un día entero en agua-sal para quitar el sabor amargo. Al día siguiente, se les agrega un verde molido para sazonar. “Después se les fríe. Primero los catzos y luego la cebolla. Se mezcla todo y ya”.

Mientras vende, Nahomi cuenta parte de su vida. La jovencita dice que no estudia desde hace dos años. “Yo sí estudiaba costura allá en Otavalo, pero ya no lo hago desde que mi mamá se fue a Estados Unidos”. Tiene tres hermanos y es ella quien trabaja.

Por eso, se nota que a esta joven le llegó una madurez adelantada por la forma de narrar la rutina, sobre el cansancio del viaje, del olor a fritura que le acompaña todo el día y de la tentación de comer aquello que vende, aunque su cuerpo no se lo permita. Sonríe cuando se despide: “Me gusta, pero no puedo”.

La venta de ingredientes de un caldo clásico

Verónica Morales recorre parte de la Plaza de San Francisco con sus ‘cortaditos’ de la panza de la vaca.Franklin Jácome

A media cuadra de donde está Nahomi, también en la plaza de San Francisco, Verónica Morales camina entre la Sucre y la Cuenca ofreciendo un plato que muchos buscan en estas fechas: el cortadito del 31.

La chica tiene 22 años y, de ellos, lleva siete dedicándose a venderlo, con una pausa obligada durante la pandemia. “Me alejé un poco, pero ya retorné. Hace un año y medio que estoy nuevamente aquí”.

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El cortadito, o el 31, como también le dice la gente, son vísceras de res: bofe, panza, ubre. Su preparación es un trabajo que empieza de madrugada. “A las cinco o seis ya estoy cocinando”, explica. El bofe se demora tres horas en ablandarse, el resto va a la olla de presión y toma solo 15 minutos.

Verónica aprendió de su abuela, de 59 años, quien vive en San Roque, en pleno centro histórico, y compran la carne en el camal Metropolitano de Quito los lunes, miércoles y viernes. “Yo como traigo fresco casi todos los días, compro cuatro bofes. Dos para cada día”.

La cocina no es sencilla. El bofe se infla como esponja y, si no se controla el tiempo, se cocina solo por fuera. También hay que vigilar la olla de presión para evitar accidentes. “Eso es lo complicado”, insiste.

Cuando el producto está listo, sale a las 10:00, a recorrer el centro. Verónica conoce los ritmos de la gente, las zonas donde se vende más y los lugares donde es mejor pasar de largo. En días de fiesta, la demanda aumenta, pero el esfuerzo sigue siendo el mismo: cargar la olla, servir caliente y repetir una explicación que ya conoce de memoria para quienes no saben qué están comiendo.

La tradición, para ella, no es un adorno: es lo que sostiene su trabajo diario. Está en pie antes de que amanezca para que a media mañana la gente tenga su fundita servida con los cortaditos.

La cuajada que llega desde Guamaní

La cuajada se hace con leche recién ordeñada de la vaca.Miguel Ángel González

En otra parte de la calle Sucre, cerca a la parada del Metro San Francisco, María Ayala se posa con la seguridad de quien lleva cuatro décadas trabajando en lo mismo. Tiene 55 años y ofrece cuajada desde que tenía unos 25.

La mujer empezó porque su hermana la introdujo en el oficio y, con el tiempo, ella también se acostumbró. Su producto depende de algo simple pero esencial: la leche de vaca. “La de funda no se cuaja”, dice con firmeza.

A las 07:00 de cada mañanas, María recibe la leche fresca y, una hora más tarde. la está calentando para luego poder salir. El proceso toma apenas media hora: se agrega el cuajo, el cual llega en pequeñas fundas desde Latacunga (Cotopaxi), desde donde se lo envía su hermana. Luego se espera y la leche se transforma en cuajada.

María viaja desde Guamaní, sur de Quito, y desde allí comienza cada jornada. “Tengo tres hijitas. Solo una se graduó del colegio. Por eso me toca seguir trabajando para mantener con amor a las otras dos”,

Mientras avanza, repite su explicación para los curiosos. La cuajada no es más que la primera etapa del queso. María lo resume sin complicaciones: “Es rapidito”.

Cuarenta años en esta rutina le han dado paciencia y una forma pausada de hablar, distinta a la urgencia de Nahomi o al ritmo acelerado de Verónica. María camina despacio cuando los agentes metropolitanos le piden que se retire del sitio para llevarse su oficio que también forma parte de las Fiestas de Quito y la cotidianidad capitalina.

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