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Buena Vida

San Miguel de Sarampión, Manabí: de bosque de caucho a cuna del cacao fino de aroma
En 1860, cuatro caucheros manabitas levantaron una comunidad en medio del bosque. Hoy, San Miguel de Sarampión sigue en pie
Provincia de Manabí, 1860. Los hombres no caminaban sin su machete. La comuna que actualmente es conocida como San Miguel de Sarampión (cantón Bolívar) era entonces un bosque: un paraje de caucho y tagua donde el aire olía a savia y a oportunidad.
Para Miguel Vera, el bisabuelo de Servio Pachard Vera, ese bosque se convirtió en su futuro. Hoy, su descendiente revisa cada tarde las pepas amarillas del cacao, como si en ellas pudiera leerse el pulso intacto de aquella primera aventura.
Atrás quedan los ruidos de la ciudad. En Sarampión, el sábado amanece con un murmullo que no pertenece a nadie: el aullar de los pájaros y el roce leve de las mariposas doradas y negras que se cortejan en el aire. Aquí, la vida se marca por el olor del cacao, un aroma que se levanta desde las fincas y acompaña a quienes lo cultivan con paciencia sagrada.
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Vera recorre sus sembríos como quien camina entre recuerdos que nunca se apagan. Sobre sus ojos claros lleva un sombrero de paja toquilla, tejido con fibras tan apretadas que parecen guardar el latido de quien las trenzó. Son manos manabitas (esas que hilan solo por las noches, cuando el calor cede) las que dan forma a esa artesanía.
Reside en una de las fincas que sostienen la comuna, hoy habitada por unas 800 personas. “Este lugar empieza gracias a mi bisabuelo, Miguel Vera Loor, uno de esos caucheros y recolectores de tagua (el marfil vegetal, que ya se exportaba en 1860)”, rememora con una mezcla de orgullo y pertenencia.

Los comuneros llaman con cariño Sarampión a su pueblo, como si el nombre guardara la memoria cálida de quienes lo fundaron. Dicen que todo empezó por la osadía de cuatro hombres y una historia de amor.
“Mi bisabuelo y su hermano eran de una comunidad de Rocafuerte. Los movía la aventura de sacar y vender caucho. Al llegar encontraron árboles de balsa, perfectos para tallar las embarcaciones que imaginaban. Levantaron una choza humilde para dormir y cosechar, y caminaban descalzos hasta su casa en Rocafuerte; como todo montuvio, descalzos, sí, pero jamás sin su sombrero”.
Servio recuerda que aquellos hombres iban y venían porque eran solteros, almas nómadas entre el bosque y el río. Pero cinco años después de esas travesías agrícolas y comerciales, Miguel se enamoró, y con el amor llegó la raíz.
Relata también que por entonces, en 1865, la costumbre dictaba que cada hogar sumara un hijo por año. Miguel se casó con su novia y tuvo tres hijos entre 1860 y 1865. Para no quedarse solo en medio del bosque, se asentó con otros hombres y sus parejas (manabitas de apellidos Vélez, Salas y Guillén) y juntos se repartieron la tierra, como quien reparte un destino.
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La tagua, un secreto guardado por espías
Según un artículo de Rommel Montúfar, en 1865 un barco cargado de tagua zarpó hacia Alemania llevando, sin saberlo, la semilla ecuatoriana que Europa convertiría en botones. Durante medio siglo se mantuvo en silencio el origen de aquel marfil vegetal que salía desde Manabí como un tesoro clandestino.
El periodista argentino Ricardo de la Fuente, radicado en Manabí, cuenta que a finales del siglo XIX los fabricantes italianos enviaron a Giovanni Zanchi para descubrir de dónde provenía el codiciado material, como si se tratara de una misión secreta en medio de la espesura.
Montúfar añade que en 1915 la Società Italiana Scambio Prodotti Estero se instaló en Manta para impulsar el comercio de la tagua, que en las primeras décadas del siglo XX llegó a convertirse en el segundo producto de exportación del país.
De la Fuente recogió estas historias en su novela ‘Tagua’, ambientada en 1936, donde entrelaza amor, espionaje y la vida de tres trabajadores alemanes de la Casa Tagua Handelgesellschaft, artesanos del botón y peregrinos de un mundo en transformación, marcado por el nazismo.
En sus páginas revive también las costumbres de la Manabí profunda. Uno de los personajes le explica a Rudi, el protagonista alemán: “Aquí las cosas del amor se resuelven así. Uno se pone de acuerdo con la muchacha, la busca cuando todos duermen y la ayuda a bajar por la ventana. Luego desaparecen y al día siguiente, cuando en la casa se dan cuenta, ya es demasiado tarde”.

Ese amor, el de la familia, también ha tejido la identidad de San Miguel de Sarampión. Servio recuerda que en 1870 una epidemia mortal llegó al pequeño pueblo que diez años antes su bisabuelo, sus amigos y sus esposas habían levantado a punta de machete y esperanza.
“Nadie sabía nada, no había penicilina. Murieron los tres primeros hijos de Miguel, y por eso la comunidad tomó el nombre de San Miguel de Sarampión, en honor a los niños”, relata Servio.
Y como la vida encuentra siempre un camino, después nació su abuelo Zacarías y luego Juan y las tres hermanas que nunca tuvieron hijos y a quienes todos llamaban, con cariño, las tías Vera.
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Hoy Sarampión es un pueblo donde las pequeñas embarcaciones de madera ya no transportan tagua ni caucho. Los sábados por la tarde, sus habitantes se sientan a ver cómo las chivas avanzan entre los caminos verdes, llevando en los techos a niños que alzan los pies para sentir el soplo fresco de la mañana sobre la piel descalza.
Son los últimos vehículos que conectan a la gente de Manabí con esas poblaciones que huelen a verde intenso, a mangos amarillos y sandías rosadas; pueblitos que la presidenta de la comuna, María Alexandra Vera Zamora, ama con una fidelidad que no cambia por ninguna gran ciudad.
A sus 38 años, y con una sonrisa que parece iluminar los caminos de tierra, Alexandra ha sido la primera mujer en liderar la comuna. Le tocó enfrentar el desborde del río Carrizal, acompañar a los damnificados y sostener la unión de un territorio que encuentra fortaleza en sus raíces.

Ahora, mientras se prepara para una reelección en un Ecuador donde la participación política femenina apenas bordea el 43 %, mira a su pueblo renacer: tras la pandemia, los jóvenes regresaron para cultivar la tierra y reencontrarse con el aroma del cacao.
El consultor político manabita Ignacio Loor Vera, hijo y nieto de Sarampión, habla de la calidez de su gente como quien describe un refugio, y del cacao fino de aroma como si fuera un tesoro heredado.
Para esta investigación, EXTRA consultó a la Asociación Nacional de Exportadores de Cacao (Andec Cacao), que reconoce que las tierras de Calceta y Sarampión producen un cacao de arriba capaz de conquistar paladares de todo el mundo por sus notas florales y frutales, tan delicadas como persistentes. Servio, defensor incansable de los cultivos orgánicos, muestra orgulloso los frutos amarillos y afirma que lo que siente quien prueba aquel chocolate no es un sabor, sino una sinfonía.
La reputación del cacao, explica Andec Cacao, nace de una conjunción que habla de trabajo duro, como el que Miguel desarrolló en sus inicios con la tagua y el caucho: la genética del cacao nacional, el clima que envuelve la zona como un manto y la precisión de los procesos de poscosecha.
Para Alexandra y su vecino comunero Klever Palacios, Sarampión es más que una tierra escondida: es un territorio que ofrece paz, oportunidades y una belleza que no se agota.

Klever, que estudió Turismo, prepara platos manabitas e internacionales en la pequeña cocina donde ha reunido aromas mediterráneos y europeos. No nació en Sarampión, sino en un pueblo cercano llamado Patón, bautizado así por un pato blanco gigantesco que aparecía siempre en un remanso, como un guardián del agua, recuerda entre risas.
Ese pato, como tantos detalles en esta tierra, parece salido del realismo mágico: ese universo donde los pueblos reciben nombres nacidos del dolor o del asombro, y donde se cultiva el mejor cacao del mundo, en un paraíso llamado Manabí.
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