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Guayaquil

Entre la vida y la muerte: Las historias de una tanatopracta en Guayaquil
Camila Piedrahíta relata sus experiencias inexplicables ocurridas durante sus cinco años de trabajo preparando cuerpos para el velatorio
Camila Piedrahíta Villafuerte tiene 29 años, una voz suave y una mirada firme que contrasta con el mundo en el que se mueve cada día: el de la muerte. Desde hace cinco años trabaja en funerarias privadas de Guayaquil como tanatopracta certificada, encargada de preparar los cuerpos para el velatorio. Aunque su oficio es técnico y científico, admite que hay experiencias que todavía no consigue explicar.
No siempre imaginó este camino. Estudió dos años de Derecho, memorizó códigos y procedimientos, pero descubrió que su vocación no estaba en los tribunales, sino en el silencio espeso de los laboratorios funerarios.
Llegó a este oficio casi por accidente: una curiosidad temprana por la escena del crimen, la ausencia de la carrera de Criminalística en la Costa y un profesor que vio en ella algo que ni ella misma reconocía.
Él le dijo que parecía hecha para ese trabajo; ella recuerda otra cosa: el miedo inicial, el aire atorado en el pecho y la certeza de estar frente a alguien que ya no estaba. “Cuando estás cara a cara con la muerte, no sientes miedo: sientes pena”, suele repetir.
Para convertirse en tanatopracta no bastó con el impulso. Estudió Criminalística como auxiliar, aprendió medicina legal, biología, anatomía y técnicas de preservación. Aprobó un examen teórico, práctico y oral para obtener la certificación del Ministerio de Trabajo.
Desde entonces trabaja en funerarias cuyo nombre prefiere no mencionar por seguridad. Su labor es técnica y también íntima: conservar un cuerpo, detener su deterioro y permitir que una familia pueda despedirse sin más dolor que el inevitable.
Pero entre bombas hidráulicas y fórmulas químicas, Camila ha vivido episodios que ningún manual podría explicar.

La primera sombra
Ocurrió en 2022, cuando aún era pasante. Aquella mañana ingresó el cuerpo de un hombre de unos 40 años, con ocho disparos. La brutalidad la estremeció: orificios de entrada y salida, tejidos destruidos, la violencia aún adherida a la piel. Trabajó horas, aplicando cuatro veces más químicos de lo habitual. Terminó exhausta, impregnada del olor metálico de la jornada, y cometió un descuido que hoy teme repetir: no se bañó, no lavó el uniforme y se durmió así.
Despertó pasadas las seis y media. Una sombra cruzó frente a ella. Luego lo hizo de nuevo. El frío que sintió fue distinto, profundo. Intentó llamar a una compañera, auxiliar forense también. La llamada no entró. Tampoco la segunda. No había señal, ni datos, ni línea fija. “Parecía una película de terror”, recuerda.
Cuando por fin se comunicó, su compañera fue directa: aquello no había sido una sombra, sino un espectro, y probablemente había afectado las comunicaciones.
Entonces, Camila rezó, como acostumbra antes de tocar un cuerpo: en latín, convencida de que en castellano las palabras pierden esencia. Elevó una oración por aquel hombre, porque intuía que él aún no sabía que había muerto.
Misterioso tatuaje
La segunda experiencia fue peor. La llamaron a medianoche para un servicio urgente. No estaba de guardia, pero aceptó. Al retirar la ropa del cuerpo encontró un tatuaje: una cruz invertida. No era algo que juzgara —no era su trabajo—, pero como católica sintió un escalofrío. Rezó. Inició el procedimiento.
Hubo un apagón. En un laboratorio de tanatopraxia no se puede abandonar un cuerpo: hay que continuar con linterna o esperar las luces de emergencia. Cuando estas se encendieron, notó algo distinto. Las herramientas parecían haber cambiado de lugar apenas unos centímetros. Lo atribuyó al cansancio. Hasta que un bisturí cayó al piso con violencia. “No fue un desliz. Fue un golpe dirigido”, asegura.
El miedo la paralizó. No había corrientes de aire. No había nadie más. Aquello no era imaginación. Cerró la puerta, llamó a sus superiores y permaneció junto al cuerpo sin tocar nada más. Un colega de 60 años solo le dijo que no debía recibir ese tipo de casos a esas horas. Esperó al tanatopracta que la relevaría y no volvió a entrar. Nunca halló una explicación científica.

“No mueren en paz”
Cuando se le pregunta qué cree que fue, Camila guarda silencio antes de responder: energía. Sobre todo la de quienes no mueren en paz. Explica que las muertes violentas o súbitas parecen dejar algo suspendido, una interrupción abrupta que no se resuelve ni siquiera después del fallecimiento.
Cree que cuando alguien alcanza a despedirse, nada extraño ocurre; pero cuando la muerte llega sin aviso, algo queda. No sabe describirlo mejor. Solo sabe lo que vivió.
Desde entonces trabaja con la misma disciplina científica, pero con un ritual propio: nunca toca un cuerpo sin rezar, nunca ignora una señal y nunca vuelve a atender sola un servicio violento a medianoche. “La muerte no siempre se queda quieta”, dice. “Y una aprende a reconocer cuando no quiere hacerlo”.
una profesión como cualquiera
Miguel Ángel Ortiz, policía, criminólogo y trabajador del área de Medicina Legal, afirma lo contrario. “En casi 20 años como forense, jamás me pasó algo extraño. No creo en sombras ni espíritus. Creo en Dios, y por eso estoy seguro de que ninguna persona a la que he realizado una autopsia podría aparecerse”.
Para él, el trabajo con la muerte es una profesión como cualquier otra, aunque exige preparación.
“Ninguna autopsia es igual a otra. Hay quienes nunca piensan en la muerte y no existe una preparación real para enfrentarla. Pero nada de eso es paranormal; es un trabajo que se ejerce con normalidad y responsabilidad. A veces, cuando el cerebro está agotado o bajo presión, puede jugar malas pasadas: recrea imágenes, reproduce escenas o hace que uno crea haber visto una ‘fotocopia’ de la persona fallecida, ya sea por un accidente o por un impacto de bala”.
La explicación espiritual
Los pastores consultados tienen otra lectura. Para Tito Roggiero, de la Iglesia Galilea, los muertos no penan. Lo que muchos interpretan como presencias, asegura, son demonios capaces de imitar voces o sombras. Cita el relato bíblico del rico y Lázaro para afirmar que, tras la muerte, no hay regreso.
El pastor Jaime Moisés Badaraco coincide. Dice que la actividad del mal es real y que quienes trabajan con cadáveres pueden quedar expuestos. Recomienda a Camila cambiar de profesión o fortalecerse espiritualmente. “Si entrega su vida a Cristo, puede estar blindada incluso frente a diez millones de muertos”, afirma.

La mirada de la psicología
El psicólogo Gabriel Ordóñez Guzmán ofrece otra perspectiva. Explica que muchos tanatopractistas creen vivir fenómenos sobrenaturales porque trabajan en entornos cargados simbólicamente. La muerte activa emociones y preguntas profundas, y el cansancio puede generar interpretaciones erróneas.
Habla de fenómenos presicóticos: distorsiones breves asociadas al agotamiento o a creencias culturales. Sombras en la visión periférica, espasmos al dormir o voces fugaces entre sueño y vigilia.
Él mismo ha vivido episodios así. Señala que casi todo lo que se considera paranormal tiene explicación psicológica o neurológica, aunque admite que un pequeño porcentaje aún escapa a la ciencia.
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