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El niño atraviesa episodios de insomnio, causados por la experiencia en el Puñay.Franklin Jacome

Lucas, el niño que sobrevivió tres días perdido en el cerro Puñay: su historia

El valiente niño soportó frío, hambre, caídas y noches de absoluto silencio antes de ser encontrado con vida. Estos son los datos nunca antes contados

Quince días después de haber sido rescatado, tras permanecer tres días perdido en el cerro Puñay, en la zona sur de la provincia de Chimborazo, cantón Chunchi, Lucas Campaña come unas rodajas de mango, sentado sobre un sillón de su casa, en El Beaterio, sur de Quito.

Su pierna derecha está forrada con un yeso para sanar una fisura en la tibia provocada por una caída en una quebrada y que deberá llevar durante seis semanas. Pero, más allá de eso, su vida transcurre con normalidad. Nada comparado con los traumáticos días en los que soportó frío, hambre, sed y angustia por ser encontrado.

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Pero la calma del niño de 11 años acaba cuando llega la noche. “No puede dormir solo y tiene episodios de insomnio”, revela Ligia Herrera, su madre. Cuando Lucas se queda a oscuras, su mente lo transporta a las crudas noches y madrugadas en que soportó bajas temperaturas, miedo y un insondable silencio, con la incertidumbre de no saber si viviría o si volvería a ver a sus dos hermanas y a sus padres.

La foto y el inicio del drama

Según Ligia, la familia buscaba aprovechar el tiempo juntos cada vez que podían. Lucas, sus hermanas, sus padres y parientes habían decidido acampar en el cerro por la llegada de una tía desde España. Todos subieron el sábado y pasaron la noche allí. La mañana del 9 de noviembre de 2025, tras desayunar, volvieron a la cima para una foto. Lucas no quiso participar y se quedó acostado unos segundos. Cuando la familia abrió los ojos después de orar, él ya no estaba.

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La primera en buscarlo fue Michelle, la hermana mayor, convencida de que Lucas se les había adelantado. Pero, al llegar al refugio, Lucas no estaba. Eran cerca de las 09:00. Ligia dejó sus cosas tiradas y subió desesperada, temiendo que su hijo hubiese caído, porque hasta entonces nadie sabía que Lucas caminó “de largo”, confiado, sin darse cuenta de que se estaba alejando demasiado.

Cuando intentó regresar, ya era tarde: la noche le cayó encima entre las 18:00 y 19:00 en plena montaña. En medio de esa oscuridad decidió quedarse en un sitio casi plano, “tipo una cuevita”, como él la describe: un hueco mínimo en la tierra que le daba esa sensación de refugio que tanto necesitaba.

Allí pasaría su primera noche, expuesto al frío y al miedo, pero acompañado por un inesperado compañero. En ese lugar conoció a un perro que rondaba la zona. Asegura que ese animal subía y bajaba del cerro acompañando a turistas. Lo adoptó de inmediato y lo bautizó como Carlos. Con él, un poncho de tela -como los que se usan en Latacunga- y un gorro, intentó mantenerse caliente. Lucas dormía por ratos, despertando entre llantos y sobresaltos. La temperatura descendía sin piedad, pero el calor del perro y el abrigo improvisado lo ayudaron a resistir.

El descenso tomó poco más de dos horas. Los padres de Lucas no perdieron la esperanza.Cortesía

Primera caída de Lucas en el Puñay

La madrugada del lunes se convirtió en un episodio que aún le estremece la voz. Desde la oscuridad escuchó drones y vio sus luces como “dos puntos rojos en el cielo”. Nunca había escuchado un dron de noche. El sonido lo asustó tanto como al perro. Ambos corrieron sin rumbo, sin ver el terreno. Lucas tropezó y cayó por una pendiente.

No sabe cuántos metros, pero calcula entre 50 y 100. Rodó, golpeándose con hierbas y ramas y, en ese descenso brusco, perdió casi todo: el poncho; los zapatos -de talla más grande y que se salían con facilidad-; y la maleta, que se quedó atrapada entre ramas. “El poncho casi me ahorca”, recuerda.

Su mochila guardaba un libro, ‘El hombre invisible’, de H. G. Wells; un pequeño dispositivo de juego tipo Game Boy; su pijama; y la ropa usada del sábado cuando fueron a acampar con sus padres, sus hermanas y otros parientes al Puñay.

Todo quedó atrás mientras él seguía cayendo, aunque estuvo consciente en todo momento. Según su cálculo infantil, la caída duró “unos dos minutos”. Se detuvo cuando chocó con un árbol grande. Se sostuvo con los brazos y, haciendo fuerza, logró treparse un poco hasta encontrar un punto donde pudo quedarse a dormir, agotado.

Segunda caída de Lucas en el Puñay

El lunes 10 de noviembre amaneció desorientado, pero siguió bajando con cuidado. Lucas encontró rocas con agua y bebió, ya que estaba deshidratado y no había comido nada desde el domingo. Durante la jornada caminó sintiéndose ‘medio soñado’. Cerca del mediodía cayó en otra zona y “casi me rompo la cabeza”, aunque la herida no fue grave.

Más tarde encontró otra especie de cueva: una formación de tierra sostenida por las raíces de un árbol, donde durmió mientras llovía. Para ese momento ya no tenía poncho ni zapatos: solo vestía su camiseta y un calentador, mojados por la lluvia y la niebla que empezaba a cubrir el cerro.

Allí encontró moras y pudo comer algo. Tomó agua de charcos y buscó refugio bajo un árbol cuando volvió a llover. La niebla hacía imposible ver más allá de unos metros. Esa tarde, cuando cayó nuevamente la oscuridad, durmió en otra cueva, esta vez más profunda, aunque no entró completamente por temor a quedar atrapado si la tierra cedía.

“Durante las noches gritaba mi nombre, decía dónde vivía, pedía ayuda”, rememora ahora, tomando un celular. Pero nadie respondía. Era un silencio absoluto, en medio del cual hablaba consigo mismo para darse fuerzas. “Decía: ‘vamos’, repitiéndome que no debía quedarme ahí. También oraba. Le pedía a Dios que me sacara de ese lugar”.

Lucas tiene una fisura en su tibia derecha, la cual sanará en seis semanas.Franklin Jacome

Tercera caída de Lucas en el cerro Puñay

El martes 11 de noviembre llegó a la tercera quebrada. Allí, intentando rodearla -porque las piedras eran resbalosas-, cayó otra vez y, cuando se impactó, sintió que adentro se fracturó un hueso de la pierna derecha: fue la fisura que hoy lo tiene inmovilizado. Los pies de Lucas estaban hinchados, las medias destrozadas y una quedó atorada por la hinchazón. Su único refugio fue, nuevamente, una suerte de cueva cubierta de ramas, donde no tuvo más opción que quedarse esa noche. El dolor era insoportable, pero considera que la adrenalina le amortiguaba el suplicio.

Sin ánimo, Lucas recibió el miércoles 12 de noviembre y, por primera vez desde que empezó su calvario, escuchó algo distinto al silencio: voces. El perro ya no estaba. “Pensé que me había abandonado”, confiesa. Su garganta estaba lastimada y casi no podía gritar, pero encontró la fuerza para hacerlo: “¡Ayuda!”, dijo con lo último que le quedaba. Su padrino lo escuchó. Los comuneros también. En poco tiempo ya lo tenían entre sus brazos.

“Yo también estaba buscándolo y me topé con unos rescatistas. Dijeron que llevaban una camilla para bajar el cuerpo. Me quería morir, pero luego rectificaron diciendo que estaba vivo”, rememora Ligia, cerca de su hijo en la sala de su vivienda. Hoy, mientras espera que su pierna sane, Lucas repasa las coincidencias que lo marcan. En El hombre invisible, el protagonista aparece cuatro días después de desaparecer; él también. En la portada del libro se lee “11 del 11 del 2025”; él tiene 11 años, se perdió en noviembre, el mes once.

Pequeños guiños que ahora toma como señales, no de misterio, sino de fortuna: sobrevivió. Volvió a casa, a su familia y a un cerro que, aunque casi lo hizo desaparecer, terminó devolviéndolo a la vida. 

La ayuda debe ser inmediata, sostiene psicólogo

Fernando Tinajero, psicólogo forense, explicó que el menor vivió un episodio de estrés grave ligado a su supervivencia. Durante los días en la montaña, activó su instinto para mantenerse con vida, lo que lo dejó en un estado de alerta permanente. Al ser encontrado, sintió alivio, pero Tinajero advierte que el entorno influye en cómo procesa lo ocurrido. Aunque el niño fue una víctima, si su familia y su comunidad insisten en tratarlo solo como tal, el trauma puede intensificarse.

El especialista señaló que esto podría derivar en un cuadro de estrés postraumático, con síntomas como pesadillas, ansiedad, nerviosismo y miedo a perderse otra vez. Por eso recomienda apoyo terapéutico para que el menor de edad logre estabilizarse y deje atrás ese estado de alerta. El proceso, aclara, llevará tiempo, pero es tratable.

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